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Durante años, Wallace Stevens recorrió las mismas calles que separaban su casa de la oficina donde ocupaba la vicepresidencia de una compañía de seguros en un trabajo poco poético. De ida atendía al paisaje moral de Nueva Inglaterra, sus avenidas de tilos, sus casas, los jardines, los edificios en estilo neogótico y Beaux-Arts; a la vuelta, se dejaba llevar por el ritmo de versos que reiteraba en su memoria hasta que, al llegar a su hogar, los pasaba a un cuaderno en lo alto de su estudio luego de cenar. Lo mejor de su poesía nació entonces de la monotonía de su vida. Cuando fue consagrado, sus compañeros de oficina se sorprendieron de ver su nombre en el diario junto a un puñado de versos. Stevens había estado ahí como la mejor prosa que puede encontrarse en una nota a pie de página. Y, sin embargo, la columna de su poesía fue ardua y secreta, íntima y a la vez mental, con visos de una religión y por qué no, de divertimento.
Los versos de Un atardecer cualquiera en New Haven son una suerte de sismógrafo rítmico de esos pasos que se preguntan “supongamos que estas casas están compuestas de nosotros, / de modo que se vuelven una ciudad impalpable, llena de / campanas impalpables, transparencias del sonido”. En esas transparencias, Stevens fue capaz de ver un horizonte para el verso que, remontado en su música andante, se disolvía en la lección de una sorpresa: es la mente la que forja la inspiración, es la razón compositiva la que encuentra sus correspondencias ordinarias. Por eso nada hay de natural en un poema y, sin embargo, “un poema es un meteoro”, la cola de “un pavo real que se oculta en la maleza”, como llegó a decir en sus Aforismos. ¿De qué habla entonces su poesía? Lo sublime americano fue su tema, acaso un modo de entender que todo es poesía para mostrar la ausencia de poesía en una tradición que debió inventar. Campanarios de otro mundo, la escarcha en la vereda, el círculo del dinero como címbalo del capitalismo, la nieve en la mañana, el otoño fuego de Connecticut, el examen de toda causa interior o una frase de La Bruyère, todo es “objeto / de la meditación perpetua, punto / del amor visionario” en el repliegue propio del verso en el que se dan “confusas iluminaciones y sonoridades, / tan lo que somos que no podemos distinguir / la idea de aquel que la lleva”.
Pero si en algo fue determinante Stevens fue en su obsesión por lo real, tal vez lo más prosaico que desafía a la poesía. Una y otra vez fue su impulso: “Seguimos volviendo y volviendo a lo real: / al hotel en lugar de a los himnos / que desde el viento caen sobre él”. Y es que acaso lo tautológico sea la gran ironía de la poesía moderna: “todo tan irreal como puede ser lo real”; pero porque en ello, ni la emotividad parece ausente: “El amor por lo real / es suave en fragancias de tres o cuatro puntas / que vienen de hojas de cinco seis puntas, y verde, la señal / al amante, y azul, como de un lugar secreto // en el color anónimo del universo”. Una imaginación hecha entonces del alcance supremo de la ficción lo distingue de cualquier otro poeta. Real es lo oculto que aparece, real es todo aquello que se desplazó del último de sus nombres, real es la insignificancia de la poesía que no habla de sí misma ya que acaso no haya otro tema: “Es la ventana la que hace difícil / decirle adiós al pasado y vivir y estar / en el estado actual de las cosas”. Pero, también, real era la belleza despojada que sabía encontrar, con un poder de observación único, en ese país donde la incandescencia estaba asegurada contra todo riesgo: “Es una rama en la luz eléctrica / y exhalaciones en los aleros, tan poco / para indicar la completa carencia de follaje”.
Wallace Stevens, Un atardecer cualquiera en New Haven, traducción y prólogo de Gervasio Fierro, Serapis, 2025, 76 págs.
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