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Hasta ahora Romina Paula había escrito tres novelas (¿Vos me querés a mí?, Agosto y Acá todavía) en las que la protagonista era una mujer (en sus veinte, en sus treinta; siempre cercana a su edad) que narraba en primera persona una huida o, al menos, el deseo de huida, de una casa, de una historia, del presente. En Hija biográfica, su nueva novela, publicada casi diez años después de la última, la protagonista es una adolescente que narra en primera persona una permanencia o, al menos, un deseo de permanencia. Si bien todas las novelas comparten, en mayor o menos medida, temáticas (maternidad, sexualidad, duelo, ansiedad, feminidad, la fragilidad del amor romántico), hay en esa decisión de darle voz a una adolescente una búsqueda —y un resultado— diferente. Probablemente provenga de la inocencia propia de la edad, de una mirada más cercana a la fascinación que al desencanto, pero lo cierto es que esta es su novela más asertiva. Tierna y asertiva.
Leonor, Leo, una adolescente que se muda a las sierras cordobesas, más precisamente al pueblo de Los Hornillos, con Leticia, su mamá adoptiva (“la mamá a la que vine a parar”, dirá), y Jacinta, su hermanita (ella sí, hija biológica de Leticia), narra la historia amorosa de su madre, su educación sentimental, y en esa reconstrucción, entre cuento y cuento, configura su propia identidad. Pero Leonor no habla sola —o no sólo habla sola—. Tiene una interlocutora: Camila Aluminé —un personaje entrañable, o como su apellido sugiere: luminoso—, su mejor amiga en la sierra, la receptora de las historias de su madre, subyugada por ella, y a quien se le ocurre la idea de ir a Misiones para conocer a la otra madre, la biológica, que Camila por error o, mejor dicho, por acierto, llama biográfica. Un viaje que muta de intención a representación. El mapa no es el territorio, pero es un mapa y ubica.
La novela está estructurada en capítulos cortos (la mayoría de entre dos y tres páginas, los más extensos no llegan a diez) que llevan un título que luego reaparece y funciona como centro de lo que se cuenta. Salvo alguna excepción, los capítulos más extensos son las historias amorosas de Leticia, su pasado de actriz y sus viajes por el mundo. Estas historias las narra Leonor —con la elasticidad propia del léxico adolescente— sobre la base de lo que Leticia le contó, como si le resumiera lo interesante de una película a una amiga; en rigor, es lo que hace: una representación. Ese recurso, el “dice que” que marca el tempo, es lo que vuelve atrapante la narración para Camila y para el lector. Es como si la autora escribiera siguiendo un ritmo, una musicalidad, que no sólo está en el habla, ese lenguaje que se amolda como plastilina —las conversaciones con Camila son el mejor ejemplo—, sino también en el diálogo interior (“yo no sé qué sería del mundo sin olor, yo no sé qué sería del mundo sin dolor”) y en las descripciones líricas y sensoriales.
Como sucedía en las anteriores novelas de Paula, los personajes de Hija biográfica (salvo Cirilo, todos femeninos) están en movimiento y se construyen en el desplazamiento (Leonor y Camila en el presente, Leticia en el pasado) que la narración acompaña: se configuran mientras van andando, en otras palabras, viviendo. Y es que Paula es una escritora de la intimidad, pero de la intimidad en exteriores. Lo íntimo no es menos íntimo porque salga a la superficie en forma de acción, la autora lo sabe y lo expone. En este caso, en la sierra, que de principio a fin lo inunda todo hasta hacerse parte de esa intimidad.
A contramano de esta época, Hija biográfica está escrita desde la ternura. Una ternura que atraviesa toda la novela y llega a la cima en una escena bajo un roble negro con la música angelical de Rosalía. Desde el principio, Paula prepara el terreno para ese momento, para entrar en el juego de esa escena, en su verdad, que activa la raíz del dolor de Leonor y a la vez encarna su transformación.
“Una casa puede ser como el amor. Natural, recatada, sensible, modesta, silenciosa”, le hace decir Sara Gallardo a un Julián derrotado en Los galgos, los galgos. También puede ser como la define Leonor, una definición que titula un capítulo: “vieja, húmeda, fría y con olor a humo”. Pero preciosa. Porque una casa, efectivamente, puede ser como el amor en cualquiera de sus formas, también el filial, y no se necesita lazo sanguíneo para sentirlo. “¿Qué hace de una casa un hogar?”, se pregunta Leonor, y así se titula otro capítulo. Esa pregunta opera como la tesis central del libro junto con otra que no se hace, pero se percibe: ¿qué hace de una mujer una madre? La novela da una respuesta: el amor que la habita, una pura sensación, como el olor de la piel de las personas queridas —la propia tribu, otra familia de cuidado— expuesta al sol.
Romina Paula, Hija biográfica, Entropía, 2025, 203 págs.
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