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Las letras del título de la muestra están pintadas —escondidas, camufladas— entre los dibujos de la pared de la galería. “Un lugar enorme” está escrito también enorme, aunque no se lo ve a simple vista. En la sala, Julia Levstein hace gestos con los brazos, traza líneas que imitan el recorrido del pincel, como si indicara “acá hay una U, acá una N…”. La seguimos con la vista, a cierta distancia y finalmente aprendemos a leer, a decodificar sentidos a través de la espesura de ese mundo. La sensación de extravío, sin embargo, perdura. Mareados, con la vista orientada hacia tramas abstractas que, enseguida sabremos, son retratos de veredas: pequeñas parcelas de baldosas con intromisiones de tapas de servicios públicos y basura rodante. ¿Habíamos perdido por un momento la capacidad de leer, de interpretar los signos? El juego de Levstein nos trae sensaciones tan insondables como esa. Toda ilusión óptica, por simple que sea —pato o conejo—, señala un abismo que ya no se cerrará.
En Un lugar enorme casi nada es lo que parece. Las piezas cambian de identidad con un pestañeo. Las veredas sobre la pared evocan la imagen de una biblioteca y son, también, un pizarrón donde se escriben las frases. En el piso, otros dibujos —más grandes— de veredas, dispuestos de modo acaballado, conforman un libro gigante cuyas páginas requieren de dos personas para pasarse. Alrededor, distintas piezas hechas a partir de copias de llaves de casas en las que Julia vivió o lugares donde trabajó en Córdoba, Rosario y Buenos Aires. Con los cabitos torcidos y combados, son ahora objetos escultóricos. Eximidas de su función principal, las llaves giran, pero entre ellas, en un círculo en donde, quienes tendemos al animismo, vemos una ronda de pequeñas amigas.
Al entrar en una colección, los objetos —dice Walter Benjamin en uno de sus textos sobre coleccionismo— quedan redimidos de su valor de uso, pero conservan su valor de cambio. En Un lugar enorme, las llaves y las veredas han sido coleccionadas y liberadas del yugo de la utilidad. No se juega con la colección de muñecas de porcelana de la abuela, dice Beatriz Sarlo comentando a Benjamin; tampoco se pisan estas baldosas con los zapatos. Benjamin describe al coleccionista como aquel que posee un saber sobre las cosas que ha reunido. Levstein es una coleccionista de veredas, pero de un tipo particular, tal como el filatelista sólo colecciona estampillas de determinados períodos y series: son las veredas de las ocho cuadras que separan el departamento donde vive en Rosario de la biblioteca América Elda Nancy, fundada en la casa familiar bajo el nombre de su abuela. En ese octeto de veredas que la lleva, de ida y vuelta, hacia los libros, se ha hecho especialista, y es capaz de desenredar sus detalles más ínfimos. El mundo se vuelve enorme para quien recolecta sus fragmentos.
También Benjamin vaticinaba que el coleccionismo, tal como él lo describía, estaba al borde de desaparecer. Un siglo más tarde, Hito Steyerl parecía confirmarlo, al menos en lo que refiere al arte moderno y contemporáneo: las obras, almacenadas en hangares de paraísos fiscales, se han vuelto puro valor de cambio acopiado por especialistas en finanzas.
En esta muestra, Levstein lleva esa lógica tácita hacia la superficie y la asume propia en tanto procedimiento creativo. La obra se presenta, desde el vamos, como una colección en sí misma o como parte de ella. Algo similar sucede con las obras de Nicolás Martella. Ambos artistas se anticipan a la lógica de la colección volviéndose, ellos mismos, coleccionistas y logran, de ese modo, conservar la integridad de la obra, que no queda depositada en los objetos (propensos a la dispersión), sino en una serie de quehaceres sencillos, improfanables.
Para Levstein, eso significa salir de casa, recorrer “los mismos caminos” —señala el fanzine que acompaña la muestra—, desplegar un papel sobre la vereda, hacer una copia y que ese papel tenga, además, el mismo tamaño que la mesa del taller.
Julia Levstein, Un lugar enorme, curaduría de Clarisa Appendino, Quimera Galería, Buenos Aires, 30 de julio – 30 de septiembre de 2025.
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