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Una historia sin final

Carlo Ginzburg

TEORÍA Y ENSAYO

Antes de las civilizaciones históricas, la especie humana sobrevivió durante siglos gracias a su capacidad para descifrar huellas y realizar inferencias a partir de ellas. Hay un hilo que va desde el tiempo de los cazadores, los rastreadores y las parteras, pasa por los jueces medievales y los anatomistas del Renacimiento, se cruza con los médicos semiólogos del siglo XIX y alcanza la praxis de las ciencias, atravesando en su camino la actitud del detective de relato policial y la atención flotante del psicoanalista. Es en esa herencia milenaria donde Carlo Ginzburg sitúa su reformulación del método indiciario y, más específicamente, su propia manera de buscar hasta el cansancio agujas en el pajar de la historia del arte. Sin embargo, sería impreciso afirmar que Una historia sin final es un libro sobre artistas o sobre imágenes. Como explica el posfacio, los nueve ensayos traducidos por Marcela Croce más bien procuran rastrear “las raíces de la conversación potencialmente interminable entre imágenes y palabras”. Y en ese rastreo de sabueso de olfato infalible, hacen del método indiciario una poética, además de una lente. La pasión por una sugerencia hecha al pasar por Gombrich en una línea de una nota a pie de página, luego advertida y utilizada por un joven Warburg en el desarrollo de su concepto más famoso; la pasión por una écfrasis de dos palabras de Longhi, que permitió la atribución de un dibujo desconocido de Bastianino; la pasión, en líneas generales, por el indicio, que bien leído es capaz de renovar una discusión entera, construye un laberinto de pistas donde el deslumbramiento es constante y lo improbable es regla.

Incluso una lectora no especializada, que desconoce muchas de las polémicas que atraviesan estas páginas, sucumbe a la fascinación por las anomalías, las excepciones y las recurrencias inesperadas. Es como si Ginzburg buscara reconocerse en otras mentes afines a su interés por lo inusual. Como si buscara aliados en la historia y los encontrara en Cantimori, en Auerbach, en Wittgenstein, en Benjamin, en Warburg. Escritores de lo más disímiles que se ven reunidos toda vez que confirman que la parcialidad de un punto de vista situado, local, arraigado en el conflicto, es necesaria para conocer la “verdad efectiva de la cosa”, para conducir a la “objetividad de los resultados”. Hay aquí una poética en el método porque de su implementación se declina una escritura, de ahí el elogio a Longhi por el “recurso al estilo literario como instrumento cognoscitivo”.

Consciente de que nuestra relación con las imágenes implica siempre una mediación verbal, Ginzburg rastrea los movimientos subterráneos que producen, en el campo del pensamiento sobre la imagen, ciertos pasajes de libros de una especificidad insólita. El rasgo marginal, el error-guía, la irregularidad y la excepción son las coordenadas que persigue en el mapa de la historia. Y su lupa, su herramienta, es la metáfora. Ginzburg sopesa distintos personajes conceptuales, revisa su alcance, mide su pertinencia. ¿El historiador es un geólogo? Posible. ¿Un falsificador? No tanto; la diferencia es de orden moral. ¿Un psicoanalista? Probablemente. ¿Y un anticuario? Hay algo de eso. Pero la metáfora no opera solamente en la definición del propio oficio. En Ginzburg, y en los autores que le competen, robustece el tejido de los conceptos. Después de todo, el ensayo acaso sea el arte de ligar objetos que no estaban juntos. Los retratos compuestos con los árboles genealógicos. El Príncipe de Maquiavelo con las Vidas de Vasari.

Como buen historiador, Ginzburg defiende la conjetura y se mueve en la esfera de lo fingido y lo ficticio hasta llegar al control. Imagina escenas de lectura y de escritura que conjugan una erudición inagotable y un deseo por conocer los vericuetos mentales y las asociaciones muchas veces inconscientes que abonan la germinación de una idea. Es frecuente en este libro que se imagine a tal o cual autor leyendo tal o cual texto. ¿Cuándo los habrá golpeado el rayo del entendimiento? ¿Qué habrán rescatado para el desarrollo de sus obras? Entre tanta escena imaginaria, hay honestidad intelectual en el hecho de que aplique sobre sí mismo el método: “Ahora advierto que mi interés en los juicios de brujería podría inscribirse en una constelación que era familiar a la vez que inesperada”, descubre mientras recuerda el impacto que tuvo en él una breve reseña. Ginzburg se sabe parte de una tradición de pensamiento que emerge de los intersticios de los textos, de la repetición de un sintagma perdido en un mar de palabras que enlaza a unos autores con otros y delata hasta qué punto hablar sobre una imagen es formar parte de una conversación infinita, una conversación que este libro, incisivo y generoso, extiende.

Carlo Ginzburg, Una historia sin final, traducción de Marcela Croce, introducción de José Emilio Burucúa, Ampersand, 2025, 354 págs.

 

2 Oct, 2025
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