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La ajetreada agenda de Diego Bianchi en estos últimos años hacía difícil prever de qué modo iba a hacer frente al encargo del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires sin tropezar otra vez con la misma piedra, es decir, sin atragantarse con su propio proyecto. Tal vez ese pudo haber sido el desvelo de Javier Villa, el curador de la muestra. La fuga fue hacia adentro y hacia afuera del mismo itinerario de Bianchi: tomó de sus sitiales más acorazados piezas paradigmáticas del patrimonio del museo entre los años sesenta y noventa para arrojarlas a su teatro de operaciones. Delimitó un espacio estriado por tabiques, divisiones espejadas, paneles de telgopor, rampas, conductos y puertas corredizas para condicionar el vínculo entre la colección y los visitantes. A esta carrera de obstáculos se suma la desorientación de los transeúntes que peregrinan con sus hojitas, como si fueran un mapa del tesoro, intentando recomponer las filiaciones de las obras en medio del marasmo que enreda cualquier atisbo cronológico o temático.
Una vez atravesada la zona más laberíntica de la muestra, se abre una perspectiva del abigarrado conjunto. En este horizonte sobresalen claramente las contorsionadas esculturas de Alberto Heredia, la evocación más previsible. Pero el recorrido aún depara sorpresas: un psicodélico Rogelio Polesello, un esmerado Miguel Ángel Vidal, una minimalista Margarita Paksa, dos prístinas columnas de Edgardo Giménez y hasta una pieza inalcanzable de Eduardo Costa que nos mira desde su base altísima, y la lista podría continuar. Bianchi encarna la fantasmagoría curatorial: toma las obras como objetos inertes, anestesiadas temporalmente de los relatos que las animaron. Las desafecta de sus apremios historiográficos más conspicuos. Ahora reposan, fueron reducidas a la mansedumbre y a la indefensión, deben jugar otra partida, moverse bajo un influjo que les es ajeno. Ya están acostumbradas, de algún modo les sucede recurrentemente.
El camino de Bianchi siempre se encontró marcado por un ethos hiperproductivo, muy dependiente de la inflexión idiosincrática de sus modos de hacer sobre la materia urbana o sobre ese magma de nuestros consumos más compulsivos. Pero en este episodio se revela otra cara de sus estrategias. La selección de obras, especialmente en torno a la figura de Heredia pero también a las derivas informalistas de los años sesenta, muestra que estuvo tomando notas. Exhibe su solidaridad con los esfuerzos de la crítica vernácula por situar retrospectivamente su trabajo en el ámbito de una historia del arte local. Es que Bianchi absorbe todo. Deglute lo que escuchó por ahí, lo que se escribe sobre él, lo que se hace a su alrededor, lo que polemiza o celebra su trabajo: la silueta que otros construyen sobre sí mismos. Y con esa voracidad logra transitar un sendero sinuoso sembrado de guiños locales y jugadas preparadas para la platea internacional. Se mantiene en movimiento, apenas toma aliento, sabe que la fuga hacia delante —o hacia atrás— es su mejor apuesta.
Diego Bianchi, El presente está encantador, curaduría de Javier Villa, Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, 22 de abril – 6 de agosto de 2017.
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