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Hace un par de semanas, un prestigioso escritor argentino declaró en una entrevista: “Aira es más que Borges”. Dicen que es una costumbre saludable en las culturas que los hijos maten a sus padres (o abuelos, en este caso), pero igual es difícil saber qué hacer con semejante afirmación adolescente. ¿Más qué?
Quizás sólo estuviera hablando en términos de PBI, porque, si hay algo de lo que no cabe duda, es que Aira ha producido más libros que Borges y que muchos otros escritores. ¿Habrá gente que haya leído todo Aira? Me gustaría pensar que sí, y más: no creo que falten muchos años para la primera Gran Exposición Aireana, un “Aira-Con” donde los asistentes vayan a los paneles y charlas vestidos de sus personajes preferidos. Patti Smith podría tocar en la ceremonia de clausura.
Un aspecto interesante de la producción prolífica de Aira es su tendencia a esparcirse entre varias editoriales. Otra es la extensión de estas entregas: parece que se está reduciendo progresivamente. Esta situación presenta un dilema para esas editoriales: en vez de encontrar un formato diseñado especialmente para estos cuento-novelas (¿micronovela?, ¿cuento extendido?), tienen que hacerlos conformar a sus colecciones existentes, lo que muchas veces requiere un poco de malabarismo tipográfico. En este caso han decidido duplicar el espacio entre líneas, un recurso muy apropiado para Una aventura: uno podría pasarse muchas horas entretenido con meditaciones sobre las lagunas resultantes.
El marco de la novela será familiar a lectores regulares de Aira. Sin preámbulos (uno de los lujos permitidos a un escritor que ha establecido un terreno único en el imaginario literario), estamos metidos directamente en su interrogatorio forense de las lógicas cotidianas, y tropos literarios, que, sujetos a tanta presión, empiezan a retorcerse para admitir la entrada del absurdo y de lo que se podría llamar un “neuroticismo mágico”, quizás el rasgo más distintivo de la escritura aireana. En este caso, nos presenta a un hombre dedicado a la “Recuperación de Documentos” quien, después de una mala experiencia en su juventud con el multi-tasking, ha resuelto que de allí en adelante sólo va a hacer una cosa a la vez. Nuestro humilde profesional empieza el libro lamentando el hecho de que nunca ha vivido una aventura, aunque pronto resulta que sí ha vivido una, la única de su vida, pero le está vedado describirla. Mientras contempla cómo hacer una crónica de dicha aventura sin romper la prohibición (¿en clave?, ¿cifrada?, ¿simbólica?), nos describe otra aventura: un viaje de negocios a Uruguay en el que también tiene que comprar impermeables en un mercado precario que termina, cómo no, con el canto llano de monjes tibetanos. Pero de pronto sus memorias del viaje se confunden, los hechos se contradicen y subsiguientes revelaciones nos hacen dudar cada vez más de la información que se nos está comunicando de manera cada vez más estrafalaria.
Aquí hemos vuelto a las lagunas mencionadas arriba: una lectura posible del libro podría ser la de una exploración de distintas formas de la negación. Tenemos la aventura vedada, la progresión estrictamente lineal de “hacer una cosa a la vez”, la memoria traicionera, o quizás la mente demencial, el trabajo inventado de “Recuperación de Documentos”, un factor esencial en las “Ecuaciones del Pasado” y también cierto tono apocalíptico discreto y gris, marcado no por terremotos y tormentas sino por una llovizna interminable. En este contexto, el cruce en barco del Río de la Plata que hace el protagonista una o varias veces adquiere un clima estigiano, aunque es posible que esto sea un salto excesivo al vacío de la interpretación, un error muy fácil de cometer en los enormes espacios del universo aireano.
César Aira, Una aventura, Mansalva, 2017, 96 págs.
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