En una oscuridad casi absoluta, un tubo de luz fluorescente destella con una frecuencia arrítmica. El tiempo es apacible. En un esfuerzo por interpretar la acción, entrecerrar los ojos parece la mejor opción para intentar descifrar el compás de la luz. El objeto aparenta ser el protagonista, mientras las ráfagas de luz, poco a poco, van dibujando el paisaje de una sala casi cuadrada. Primero pintan una ventana, sus vértices, luego la puerta de ingreso, y finalmente un piso alfombrado con dejos de un pasado administrativo. El murmullo de los visitantes, convertidos en sombras deambulantes, filtran la intensidad de una noche que recién empieza en la city.
“The machine! Someone must stay with the machine”, decían en Metrópolis, la película de Fritz Lang. Se siente latente una confianza en la tecnología. La idea de una evolución y un progreso seguro. Aunque amenazante, a la vez consciente de cómo la maquinaria capitalista es capaz de apoderarse de la luz, de modificar nuestro modo de vida y hacernos sujetos productivos las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana.
Apropiándose de la falla de la máquina (de luz), Karina Peisajovich plantea una experiencia crítica. Entre el anarquismo del show y el muchas veces forzado espectáculo del arte. Generando una solemnidad desde un hecho banal, Peisajovich reconoce estar jugando, apelando a una contradicción entre una aproximación clásica y un gesto subversivo que se toma con total atrevimiento. Pero acá la jerarquía moral aparece para hacernos reflexionar sobre cómo la conciencia religiosa ha connotado la oscuridad como el lugar del mal y la luz como el lugar adonde hay que llegar, el bien y el fin. Y sin embargo vemos, gracias al espectro visible que se produce en el medio entre ambas.
Éter brillante atmósfera opaca sucede de noche, cuando la electricidad evidencia una selva de luces LED. Voltios, gases, vidrios y estática se hacen materia para que un televisor de tubo proyecte la recopilación de videos que documentan de forma pictórica las fallas que se producen en las luces de la ciudad, como si buscara registrar entre las calles y los pasillos de oficinas la evidencia de un fenómeno que demuestra cómo todo lo que vemos está hecho de eso intangible que se produce en los ojos.
Finalmente, como una montaña que se tiñe a lo lejos, en tonos azulados producidos por distintos factores ópticos, físicos y atmosféricos, la sala se impregna de una luz violácea. Esta vez el factor es de materia sintética, la luz producto de un cartel de parking ubicado a una cuadra incide en las salas del Futuro Museo de Cine, dibujándonos en estado gaseoso sobre la pared, fundiéndonos en la oscuridad, haciéndonos reflejo de una sombra que trasciende lo público para hacerse político.
Karina Peisajovich, Éter brillante atmósfera opaca, Futuro Museo del Cine, Buenos Aires, 9 de agosto – 24 de agosto de 2019.
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