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La tragedia que marcó la vida de Louis Althusser no fue un “accidente” como el que protagonizó William Burroughs, cuando la bala que debía hacer añicos el vaso de whisky colocado sobre la cabeza de su esposa al mejor estilo manzana de Guillermo Tell impactó unos centímetros más abajo. A diferencia de otros intelectuales franceses de su generación —como Lacan, quien solía no frenar su coche ante un semáforo en rojo, o Foucault, quien una vez se lastimó el pecho con una navaja en un aula del colegio—, Althusser sí estaba clínicamente loco: estranguló a su mujer mientras le hacía unos masajes; aseguraba haber intentado robar un submarino atómico y haber asaltado un banco a punta de pistola; pretendía que Mao Zedong quería conocerlo, le escribía cartas al presidente de los Estados Unidos y llegó a pedir una audiencia con el papa. A pesar de sus recurrentes internaciones, la psicosis no le impidió ser uno de los más lúcidos y consecuentes exégetas de la obra de Marx (cuyo fantasma parece haber regresado, en el siglo XXI, a oprimir el cerebro de los vivos).
En La exforma, el influyente crítico de arte y curador Nicolas Bourriaud realiza una oportuna relectura del autor de Para leer El capital en tiempos en que se vuelve a Marx por la escalera de incendio. Como en sus ensayos anteriores, su plan es abrirse paso en el laberinto de la cultura y el arte contemporáneos, echando luz sobre los vínculos entre estética y política. Así lo hizo en Estética relacional (1998), donde una parte central del arte producido en la década de 1990 es leída en términos de una poética del “estar juntos” (véase, a modo de ejemplo, la primera muestra de Rirkrit Tiravanija en Nueva York, para la que el artista invitó a un grupo de indigentes y los convidó con un plato de sopa), en Postproducción (2001), ensayo sobre los diversos modos de apropiación y pirateo artístico-conceptual, y en Radicante (2009), donde la idea de un abordaje estético de la globalización lo lleva a promover una “crítica de arte del mundo”.
Apoyándose en el clásico Ideología y aparatos ideológicos de Estado (1969), Bourriaud se permite imaginar en su nuevo libro “una teoría política del arte susceptible de ir más allá de lo ‘políticamente correcto’ y de la simple denuncia”. La ideología, en el sentido que le da Althusser, es el combustible que hace funcionar a las instituciones religiosas, estatales, familiares, escolares, mediáticas. Es lo que nos vuelve sujetos en tanto seres pasibles de sujeción, lo que nos engaña contándonos verdades o simula decirnos la verdad mintiéndonos. Con “exforma” Bourriaud se refiere a signos y objetos excluidos del sistema, ligados a un “imaginario del residuo”, que el artista osa colocar en el centro. De la representación que en el siglo XIX hace la pintura de Courbet del ocio de las clases trabajadoras en tiempos en que la Revolución Industrial marchaba a todo vapor, hasta la poesía del desperdicio en las obras del mexicano Gabriel Orozco (pasando por Aby Warburg, Marcel Broodthaers, Maurizio Cattelan, Pierre Huyghe y Philippe Parreno, entre otros), el autor traza un arco que desemboca en un presente donde los marcos ideológicos del capitalismo pretenden hacernos creer que el orden imperante no podría ser otro. En contraposición, “el arte expone el carácter no-definitivo del mundo. Lo disloca, lo recompagina, le devuelve su desorden y su poesía”, sostiene Bourriaud. De ahí que para él lo realista de una obra sea, en parte, su afán de descorrer los velos cuya ilusoria transparencia es un defecto platónico que no se arregla con anteojos.
Nicolas Bourriaud, La exforma, traducción de Eduardo Berti, Adriana Hidalgo, 2015, 142 págs.
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