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La exposición del colectivo m.o.n.t.ó.n. en el espacio Laboratorio es un hito en la historia del grupo nacido en 2022 que, con esta muestra ―la primera que hace en la ciudad de Buenos Aires―, alcanza su quinta presentación. Hasta ahora, las exhibiciones grupales habían tenido lugar en enclaves de La Plata que favorecían las modalidades expresivas de sitio específico. Algo de esa práctica persiste en el lenguaje de instalación que asumen las intervenciones realizadas por cada uno de lxs siete artistas en la sala de exposiciones del bar Festival. El desplazamiento, sin embargo, supone una discontinuidad en relación con las condiciones de la experiencia estética que hasta ahora habían singularizado al grupo. No es una pérdida, sino una transformación. Si el uso del espacio y la configuración abierta de los trabajos permitían recurrir a la categoría de proyecto para describir lo que sucedía en presentaciones anteriores, en el recinto de una sala blanca se impone hablar de obras, entidades autónomas y cerradas.
Cerámicas de esmaltes saturados atravesadas por el yeso, como testimonio de un desplome o una falla en el cuerpo de una ilusión, alternan con pintura de pequeño formato en la instalación de Alejandra Tierno. Una retórica de la acumulación distribuye las piezas de un bestiario infantil donde un cierto naíf extrañado no refiere a la oscuridad constitutiva de la niñez sino a la dimensión destructiva de su desenfado para inventar mundos.
Juan Pablo Rosset, que trabaja desde hace años el volumen a través de repeticiones modulares, de formas a veces tubulares u oblongas, verticaliza un colchón de goma espuma amarilleado y desflecado en sus tres cuartas partes; una pieza escultórica de geometría blanda que remite a la vez al lenguaje del posminimalismo y a procedimientos para interrogar al objeto comunes a distintas experiencias del arte destructivo.
Enfrentado al colchón, se dispone un volumen horizontal construido con tierra apisonada mediante encofrado y salpicado por glóbulos verdes que emulan veneno para hormigas. En esta obra de Facundo Cardoso, los cuerpos de insecticida granulado sobrevienen como un desvío: un acontecimiento contingente en la morosa compacidad del prisma telúrico. La diferencia de tiempos implícita en la heterogeneidad material de la pieza parece contar una peripecia curiosa, que resta solemnidad a su entonación ecológica.
Huesos, semillas, mangueras, pipetas de agua y un heteróclito etcétera: por sí misma, la enumeración de estos materiales no permite anticipar el complejo equilibrio al que llega con ellos Valentín Asprella. La imaginería del laboratorio y la retórica expositiva de un arte de sistemas se dan cita con la sensibilidad de un colorista y una valoración plástica de la textura. La irrupción de lo anómalo aleja por igual a la obra del puro procedimiento y de la simple expansión decorativa, en una apertura impredecible de la indagación sobre las estéticas de lo viviente.
La instalación de Mariela Vita se inscribe en el tipo de prácticas combinatorias que viene desplegando en sus últimas presentaciones, marcadas por la coexistencia de escalas dispares y el uso de espacios negativos en la bidimensión. La fascinación por materiales industriales parece transcribir entornos habitacionales distópicos o mundos de videojuego: un playroom roto en el que la mirada lúdica hacia las formas estandarizadas en las que se reparte la cultura material del capitalismo tardío aloja también el recuerdo de una fantasía fugitiva.
Como la instalación de Vita, la de Paula Alonso toma lugar en el suelo sobre parcelas cuadradas, divididas en retícula. Sobre ese campo de posibilidad, se distribuyen partículas de arena con carga de magnetita en distintas configuraciones que alternan, en su estructura evocativa, las figuras de la ruina y del rastro vital. En una práctica de dibujo performático, la artista pone en movimiento estas piezas con un imán. En ese momento, la imagen se transfigura: aparece una épica de lo diminuto.
Con economía de lenguaje, Gabriel Colasurdo expone el enigma de la tersura superficial en una batea de líquido entintado atravesado por una varilla metálica. Entre escenografía para un ritual de ablución y pista del misterio irresuelto en una piscina recreativa, la pregunta por el comportamiento físico de los fluidos no impugna en esta obra las posibles insinuaciones narrativas que también habilita.
En ausencia del fuego tutelar de un genius loci, y a diferencia de los episodios anteriores de m.o.n.t.ó.n., esta exhibición aparece como el resultado de algo que se fabricó en otra parte. La corporalidad del espectador que asiste a una exposición se constituye de manera distinta a la de aquel que participa en un “evento”, que es como el colectivo denomina sus experiencias determinadas por el territorio. Ni mejor ni peor: distinta. Emancipado, el ojo se vuelve soberano y desplaza a los otros sentidos. La puesta en sala de las obras pone de relieve sus cualidades formales y enciende lo que podríamos llamar un momento de iluminación recíproca. Los signos de una obra irradian y se proyectan sobre la obra vecina y esta, a su vez, parece prestar la clave para acceder a la imagen contigua.
Es que los denominadores comunes de estas poéticas individuales ―de los que dan solamente una idea aproximativa las apelaciones a lo matérico, lo procesual y lo extradisciplinario― revelan una consistencia difícil de encontrar en el presente: la imagen de una comunidad posible, modélica por el tipo de relación que propone entre la singularidad personal y la unidad de integración colectiva: por la proporcionada precisión que se advierte en la administración de esa distancia. En la concurrencia sinóptica de diferencias y proximidades, la muestra traslada al visitante el rumor de una conversación compartida y la alegría de un hacer-juntxs: un afecto por las formas colaborativas de larga tradición en La Plata que, en esta época de individualismo feroz es, ante todo, una pasión política.
m.o.n.t.ó.n., m.o.n.t.ó.n. en Laboratorio, Buenos Aires, Laboratorio de Festival, 13 de noviembre de 2024.
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