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Antes de la abundancia grosera de Google, no era sencillo acceder a información elaborada sobre los complots tramados por el Templo de la Juventud Psíquica en los primeros años ochenta. Sólo algunos rastros —radicales y fascinantes— eran rastreables si la lectura en inglés no era lo tuyo o si, tal vez, eras demasiado joven como para haber presenciado en la época las turbadoras performances de Genesis P-Orridge y sus alegres bromistas: un conglomerado de enemigos de la moral que, ritualizando la potencia del deseo, experimentaron con los límites del placer y del dolor, en los albores de las sociedades de control y malestar que hoy mecánicamente sufrimos.
No quedaba otra que fantasear con aquella música industrial, con sus gritos y sus looks siniestros, de negro, con botas militares y algún ornamento pagano al cuello para invocar el fantasma de Crowley. Cuando no se dejaban ver con una remera impresa con la cara de Charles Manson. Me refiero a esa foto en la que parece un hippie más: pelo largo y barba de varios días, pero con esos ojos vidriosos que reflejan la banalidad absoluta del mal. Porque sobre las desventuras de Charles Manson, precisamente, terminamos hablando el otro día cuando Nicanor Aráoz, tan atento como callado, nos acompañó a ver su muestra en Barro. Fue, en todo caso, un comentario breve, tangencial, como los que articulan sus collages y assemblages. Nada que enlace el grupo de esculturas, pinturas e imágenes-fanzine montado en pared con una explicación. Nada, en definitiva, que funcione como clave oculta para dar cuenta de sus prometeicas intenciones.
Como cuando fantaseaba con las aventuras del Templo de la Juventud Psíquica, quiero pensar que en el tenebroso universo de Nicanor Aráoz late no sólo una resistencia al imperio semiótico del neoliberalismo, contra su orquestada economía del deseo y sus estereotipadas formas de vida, sino además un verdadero amor por lo deforme y lo anormal, una apuesta por pensar el mundo después del colapso que prontamente llegará: un imaginario para después del trauma, que remueve pesadillas y sueños olvidados, al tiempo que dispone anatomías bastardas para un goce que es, por naturaleza, incompleto. Dioses caídos y liturgias paganas: la pastoral de la carne poshumana, donde las utopías son remplazados por las alucinaciones fruto de un ácido en mal estado, que no termina de bajar.
El galpón de Barro es, por lo demás, un regalo envenenado: un lujo que, sin embargo, puede acabar engullendo cualquier propuesta en su lógica de aceleración parainstitucional. Reto que Aráoz ha resuelto a medias, ya que si bien la impronta monumental de Barro no desaparece del todo, la puesta en escena sumerge al espectador en un estado de percepción alterada. En los vapores de la hora del lobo, cuando la represión se atenúa y el inconsciente campa libremente, habilitando un acceso a un tiempo profundo sólo apto para subjetividades intempestivas.
Nicanor Aráoz, Placenta escarlata, Barro Arte Contemporáneo, Buenos Aires, 28 de marzo – 28 de abril de 2018.
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