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No es afortunado el título de esta primera retrospectiva que Malba presenta del trabajo de Mirtha Dermisache. Extraída de su contexto, la cita de la artista no logra evidenciar las fugas presentes en un cuerpo de obra que, desde fines de los años sesenta, trató de complejizar las potencias e incapacidades de la escritura en tanto forma dominante de comunicación. Respetar la integridad de la oración hubiese sido quizás más oportuno: “… no lo veis, porque ¡yo escribo!”. Sobre todo, a la hora de evidenciar que mirar y leer no significan lo mismo, y que estar presente puede entrañar una forma de pasar desapercibida. Algo que Mirtha Dermisache sufrió durante gran parte de su trayectoria, en el centro del ciclón de su época, atravesada por múltiples violencias y por la competitividad de una lista de hombres que conformaban la columna vertebral del arte argentino antes, durante y después de la última dictadura. Siempre en los márgenes de un sistema hecho por y para ellos. Condenada a una invisibilidad que, pese a la frustración que le ocasionaba, fue capaz de sobrellevar gracias a lo obsesivo de un método capaz de transformar lo vulnerable en potencia, en una plástica desbordante, hermética y exuberante, figurativa y sin embargo abstracta, un mecanismo de repeticiones que desencadena modos de desdoblamiento y abre infinitas posibilidades.
Cuando a mediados de los sesenta entra en conflicto la tradición libresca de Buenos Aires con un universo nuevo de visualidades evanescentes, televisiones y spots que no anuncian electrodomésticos sino formas de vida, Dermisache consigue representar lo paradójico de la experiencia contemporánea. Esto es, cómo un mundo cada vez más global y conectado puede resultar igualmente alienante y solitario. Pero no vamos a detenernos en las particularidades de este conflicto entre dos modelos del régimen óptico, la pulsión documental y la hipótesis cibernética. Así como tampoco vamos a desechar el abrigo formalista de las teorías lingüísticas que subrayan una evidencia, a saber: de qué manera los textos de Dermisache atentan contra la idea de sentido. Porque las figuras que la artista dispone sobre el papel no son simples garabatos. Tienen poco que ver con las escrituras asémicas basadas en gestos interiores de Henri Michaux, y poco también —aunque resulta más tentador— con el lenguaje poético de conjuros, rituales y chamanes.
La escritura de Dermisache es dolientemente sistemática, como la partitura de un requiem. Tanto, que no se puede separar de su soporte sin esa tensión situada entre un fondo y una figura, donde la acción de un trazado negro sobre el papel blanco trastoca la utilidad de una serie de objetos del ámbito de la comunicación pública, como la página del periódico, las newsletters o las cartas. Incluso cuando acontece en formatos más íntimos, como el diario o los textos legibles, nunca expuestos hasta la fecha, la grafía secreta de Mirtha desemboca no en un señalamiento de la esencia del lenguaje, como quería Roland Barthes, sino en una forma de refugio y resistencia que pone en abismo los límites de la comunicación, su carácter construido, instrumental y nada arbitrario.
Resulta curioso cómo todos podemos escribir y, en realidad, pocas veces nos entendemos. Es un tipo de lector neurótico el que se siente frustrado en la lectura de los textos de Dermisache. Y no la artista —con frecuencia acusada de depresiva— que, sin inscribirse en el lenguaje normativo, es capaz de magnetizar nuestra mirada. Leer sin entender no sólo es posible, sino que resulta sano. Vaciar la cabeza de órdenes y procedimientos heredados, invitando a la imaginación a fantasear significados a través de la sensualidad de unos signos que, como sucedía con sus talleres y acciones de los años ochenta, sólo cobran sentido en tanto son capaces de afectar y verse afectados.
Mirtha Dermisache, Porque ¡yo escribo!, Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, 18 de agosto – 9 de octubre de 2017.
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