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Una de las vetas más ricas, sabias y entretenidas de la literatura norteamericana es también probablemente la más trágica (el hecho de que haya competencia para este título es más trágico todavía): la tradición extraordinaria de textos, poesía, cuentos y relatos orales, discursos, canciones y chistes surgidos de la experiencia afroamericana es y seguirá siendo un patrimonio de valor inestimable para la humanidad. “Y todo bien con esto”, diría Paul Beatty, el autor de El vendido, una nueva y muy valiosa contribución a esta tradición, aunque ¿no debería a esta altura ser también un hecho histórico?
Y este es el mal que merodea el corazón de la novela de Beatty: después de Frederick Douglass, Solomon Northup, Br’er Rabbit, Langston Hughes, Zora Neale Hurston, Richard Wright, James Baldwin, Ralph Ellison, Toni Morrison, Richard Pryor y tantos otros; después de décadas de lo que se suponía era el progreso social; después de la elección de un presidente negro, un libro como El vendido, con su mensaje esencialmente desesperado y nihilista, no debería ser necesario. Estas son las malas noticias. Las buenas son que El vendido es un libro fantástico, inventivo y sumamente gracioso.
Es la crónica en primera persona de un Señor “Me” (cualquier causa judicial presentada en su contra por el fiscal se titula “Me [Yo] contra Estados Unidos de América”), un granjero de talento prodigioso cuya granja tiene la particularidad de estar situada en uno de los barrios más notorios de Los Ángeles, Dickens, una zona tan devastada por la pobreza, el crimen y la violencia pandillera que, para disgusto de los vecinos, ha perdido su designación oficial. La misión de nuestro héroe es devolver Dickens a los mapas y, de paso, inspirado por un viejo trickster, Hominy, antiguo niño-actor que se especializaba en actuaciones racistas para programas como The Little Rascals y Our Gang, restaurar también las viejas instituciones de segregación y, para Hominy específicamente (por su propia insistencia), la esclavitud. Escrita como una mezcla de parodia de novelas de protesta clásicas como El hombre invisible de Ralph Ellison, un monólogo cómico stand-up y cierto goofiness posmoderno, El vendido se nutre de un espectro muy amplio de fuentes y referencias, desde Mark Twain al telemarketing, de estudios de latín al hip hop. También entra en otra tradición más reciente de las letras norteamericanas: crónicas de una niñez con padres académicos excéntricos —en el caso del padre de Me, un profesor de la cultura y la historia afroamericana de poca monta pero mucha bronca— espectacularmente crueles.
A esta altura es claro, porque la tapa y las críticas en inglés se apresuraron a afirmarlo, que El vendido es una obra satírica: con materia tan propensa a causar ofensa, es prudente asegurar a todo el mundo que se trata de un chiste. Pero afirmar esto entraña el peligro de perder algo importante, algo que muchas veces ciertos críticos parecen no entender: que algo sea cómico no lo hace menos sentido. Un chiste puede ser gracioso y desgarrador al mismo tiempo. El vendido es, sin duda, una obra satírica. Pero ¿no puede ser también un cri de coeur? Lo que Beatty o sus personajes están efectivamente pidiendo en la novela es un reboot en las relaciones entre las razas en Estados Unidos. Si el progreso que culminó en la elección de un presidente negro (la novela fue escrita antes del descalabro trumpiano) fue palpablemente insuficiente, ¿por qué no empezar otra vez de cero?
Por lo que he podido ver de la traducción, está bien hecha, con mucha energía pero evitando las trampas que un emprendimiento de esta clase suele tender. Dicho esto, hay que notar la disparidad entre el precio del e-book (€8.99) y el ejemplar en papel (€22.00). El mensaje de que el papel, el cartón y la tinta del objeto valen más que los esfuerzos del escritor, traductor y editor no parece un mensaje muy alentador para una industria que suele proclamarse en estado de crisis permanente.
Paul Beatty, El vendido, traducción de Iñigo García Ureta, Malpaso, 2017, 368 págs.
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