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Soft Realism

Diego Bianchi

ARTE

Materiales pobres, estructuras que apenas se sostienen, gusto por lo fragmentario, una crisis por venir y, por supuesto, la presencia/ausencia del cuerpo humano que, una y otra vez, es expuesto a situaciones donde el placer entraña subordinación. Estas son las ideas que aparecen al referirse a la trayectoria de Diego Bianchi. Todas ellas más o menos útiles dependiendo del proyecto, aunque quizás no tanto para abordar su muestra en la galería Jocelyn Wolff.

Porque salta a la vista que estamos frente a uno de los proyectos de Bianchi más editados hasta la fecha, que además supone un giro respecto a su producción anterior. Y no tanto por el tipo de impulso taxonómico que agrupa, de nuevo, un conjunto de objetos y disposiciones heteróclitas: un sistema que patéticamente busca dotar de orden a aquello que elude cualquier clasificación. Giro, decíamos, nucleado en la emergencia de dos materiales nuevos: gomaespuma y látex. Un encuentro feliz, que no se agota en la apariencia o la textura de las superficies, abriéndose a un juego de metáforas encarnadas que hacen de lo blando y de lo rígido una forma de evocar los límites de la conciencia y la percepción. Vidas desnudas, que eXistenZ a pesar de nuestra atención.

Entre las tribulaciones más oscuras del realismo especulativo, está el miedo a una “conjura de las cosas”. La sospecha de que, tras siglos de silencio, los objetos confabulan a nuestras espaldas. Es la razón, para autores como Eugene Thacker, de un terror cósmico. El horror que sólo los locos, los artistas y los niños se atreven a somatizar, dando rienda suelta a alucinaciones en las que lo artificial puede cobrar vida, cuando las formas propias de lo humano se difuminan. Bianchi sostiene que el interés por cierto tipo de ciencia ficción sutil, no evidente ni alejada de lo cotidiano, ha estado siempre en su trabajo. Inclinación que, más allá de la atmósfera cronenberguiana de algunas piezas concretas (como es el caso del caño de hierro cromado, que podría ser tanto un organismo inédito como un instrumento musical), tiene que ver con la suspensión del modelo epistemológico de la ciencia. La irrupción de lo extraordinario, una vez que la física es incapaz de dar cuenta de un conjunto de fenómenos inestables, experiencias compuestas y visiones blandas. Como si una biología surrealista reinase tras un extraño cataclismo.

“El derecho de los objetos”, expresa Bianchi. Que también podría ser el derecho a ser objeto, a objetualizarse. O el deseo fetichista de enamorarse de un objeto. Lo performativo, así, no tendría que ver con la adopción de un rol o con una acción que en algún momento acaba, sino con un transformismo, una proliferación y un devenir constantes. Apreciable, por ejemplo, en el líquido que el artista desaparramó sobre el piso, ahora convertido en una mancha blanca, en una huella evanescente. Donde antes sólo estaba la posibilidad del azar, ahora aparece un estilo cada vez más presente; del ritmo visual del montaje y la agrupación por iguales a la investigación sobre el marco o el display. Se acabaron los trucos. Surge algo más monstruoso, algo anormal. La posibilidad de un travestismo por fuera de la máquina binaria, de lo que es y lo que no-es. Como la escultura/torso/fuente que nos invita a agarrar y beber de dos pechos mecanizados: Frankenstein color carne que, al final, podría no tener género. O las piernas que, engordadas, fuera de escala, arrastran una columna de fragmentos en gomaespuma rosa, un material que, emulando técnicas clásicas, el artista ha utilizado para expandir moldes y contornos. Y finalmente el látex, siempre vinculado a lo sexual. Una segunda piel brillante, una nueva carne, que no conoce edad. El material perfecto para concebir un cuerpo sin trozos, simple, vectorizado. Lo preciso en lo borroso: el placer, propio de las zonas de vecindad, de la indiscernibilidad.

 

Diego Bianchi, Soft Realism, Galerie Jocelyn Wolff, París, 13 de marzo – 20 de abril de 2019.

 

18 Abr, 2019
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