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Pintor de monocromos, de sombras desvanecientes, de paisajes volátiles, tan elusivo a los apegos del estilo como reticente a los postulados que encorsetan a los artistas a ceñirse a un discurso unívoco, Juan José Cambre supo hacer de su pintura una práctica muscular. A pesar de la cualidad etérea de su obra, de las sutilezas incorpóreas en el trabajo de capas, veladuras, transparencias y opacidades, y alejado definitivamente de las marcas de la gestualidad a las que se asocia instintivamente una pintura de acción, Cambre entiende el acto de pintar como un ejercicio de la disciplina, la insistencia, el rigor y la regularidad. Quizás silenciada o relegada a un segundo plano tras sus operaciones conceptuales y las planimetrías de color, su obra siempre estuvo vinculada al trabajo corporal y a la fuerza motriz; en esa tenacidad marcial, en la concentración metódica, en la voluntad y la repetición puede pensarse Un bárbaro en las sierras como una muestra que lo aproxima a un universo de lo deportivo.
Es cierto, parece un chiste fácil: estamos en La Boca, enclave del pintoresquismo turístico, donde las fachadas estallan cromáticamente y las banderas auriazules flamean en cada esquina. Distrito no sólo asociado a la inmigración, al tango, a la vida de los conventillos, sino también a las epopeyas futbolísticas y a la pintura de Quinquela Martín, quien puso de relieve la esforzada vida portuaria.
Algo del color local se filtra hacia el interior de la galería y se impregna en las pinturas, amuradas con grampas a la pared como si formaran parte de la arquitectura. En las grillas ortogonales, en las geometrías perspectivadas que parecen campos de juego, demarcaciones atléticas, cuadriláteros de boxeo o diamantes de béisbol, en las retículas que asemejan trazados urbanos, vistas cenitales del mapa de una ciudad en las que lo físico se entreteje con el espacio, podemos forzar una aventurada lectura de contenido social.
Y a partir de este puntapié, ¿cómo no ver en la instalación de pinturas a la intemperie, en la que los bastidores monocromos se camuflan con el muro del mismo color, un verde que recuerda al césped sintético, una suerte de cancha de paddle abandonada, un resabio que el cambio de rubro del galpón que ahora contiene la galería Prisma dejó como evidencia de su pasado? ¿Cómo no asociar la geometría con la urbanística, en una zona geográfica que sufre las transformaciones inmobiliarias del proceso de gentrificación?
Desde estas coordenadas, el título de la muestra, que alude al libro Un bárbaro en Asia de Henri Michaux (en el que se subvierte el concepto colonialista del extranjero, civilizando la barbarie), adquiere más y más connotaciones. Las pinturas, inspiradas en los ventanales de la Capilla de Notre Dame du Haut (diseñada por Le Corbusier), realizadas en el estudio de Cambre en las sierras cordobesas y finalmente exhibidas en el barrio de La Boca, dan cuenta de desplazamientos, extranjerías y desterritorializaciones afines a los intereses del artista, cuya curiosidad lo hace saltar entre la pintura, la arquitectura, el diseño gráfico, la poesía y la filosofía.
Estas elucubraciones bien podrían tildarse como excesos de interpretación, una paráfrasis innecesaria para disfrutar de una muestra retiniana. Sin embargo, las silenciosas formas rectangulares que flotan en las superficies pictóricas (como las vasijas que pintó con obstinación durante una década) son receptáculos que invitan a ser rellenados, completados a capricho y voluntad del espectador. De esta forma, la pintura de Cambre vuelve a revelarse como una incansable disparadora de sigilosos e insospechados significantes.
Juan José Cambre, Un bárbaro en las sierras, Prisma KH, Buenos Aires, 28 de noviembre de 2015 – febrero de 2016.
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