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Esta serie británica de ciencia ficción distópica, con hasta ahora dos temporadas de tres capítulos unitarios cada una, no trata sobre los destinos a los que la tecnología lleva a la humanidad. No: es una serie sobre las pasiones, y la tecnología es el vehículo a través del que esas pasiones (re)organizan el mundo. No encontramos espectador indemne a estas historias situadas en imaginarios futuros, porque trabaja sobre la actual sensibilidad.
El espejo negro estremece con las imágenes siniestras que devuelve. Es clave que –sólo– el primer capítulo no tenga “invenciones” científicas. En él, despiertan al primer ministro con la grave noticia del secuestro de la princesa; un video, que con seis minutos en YouTube se torna fatalmente viralizado, la muestra leyendo la demanda, única, de los captores: a las cuatro de la tarde de ese día, el primer ministro debe aparecer en todos los canales de aire y cable cogiéndose a un chancho; si no lo hace, la amada jovencita real será asesinada. La opinión pública adopta poder autoral; el terrorismo es un acto del (sentido) común; y en un final extraordinario, se declara inmirable el hecho de que lo inmirable rompa el rating. Si la pantalla es medio, arma y escenario, la mirada no es cómplice, es culpable.
Se puede hacer ciencia ficción sin inventar artefactos ficticios; una vez que Black Mirror sienta su principio, suelta la rienda. Y vamos viendo: una población que vive en cubículos cuyas paredes son grandes pantallas y sometida a largas jornadas de pedalear bicicletas fijas para “dar” energía al sistema (que compra a la disidencia como valor-espectáculo); otro donde la gente tiene implantado, bajo la oreja, un “grano” gracias al cual todo lo que se ve y oye se graba, y luego puede reproducirse, palmo a palmo, eligiendo velocidades, zooms, etc., y la historia es de celos en una pareja –un infierno, la realidad como prisión–. Otro, acaso el mejor, no puede contarse porque arruina la sorpresa, pero digamos que trabaja con maestría dramática lo que Paula Sibilia llama el espectáculo de la intimidad: el paso de la interioridad personal como realidad subjetiva última, al sujeto fundado en su imagen emitida al éter –y la prescindencia relativa del cuerpo–. Otros tratan sobre la crueldad y la alienación facilitada por las mediaciones técnicas y el último, sobre un personajito virtual, Waldo, un muñequito digital simpático que se hace archifamoso –con un humano detrás actuándolo–, al punto de consagrar lo personal como un escollo, un estorbo que media en la circulación de la imagen.
El control, en Black Mirror (reticular, no centralizado, postestatal), es absoluto y asfixiante, bien cerradito; en ese sentido, la serie es demasiado europea, o más puntualmente inglesa, propia del encierro isleño. Fuera de esa “perfección”, que en estas pampas es impensable, dialoga con nosotros hondamente. Es notable la cantidad de tópicos religiosos que se presentan: el sacrificio, la omnisciencia, la existencia en el más allá y la resurrección, el chivo expiatorio, etc. El viaje de las pasiones con sus corceles tecnológicos. Y, sobre todo, la pantalla en sí misma. Su función corporal. Ese espejo negro (en Inglaterra, los iPhones y iPads son, por supuesto, mucho más populares que acá) es un objeto que otorga certidumbre de presencia, que confirma al cuerpo en su existir; esos dedos prensiles, estandartes de la supremacía humana, acarician la pantalla para que ella dé su luz; la acarician sin mirarla, en el bolsillo o cartera, sin objetivos concretos, sin otro motivo que sentirla en las yemas, constatar en la punta sensorial del cuerpo que ahí está, acompañándonos, conectándonos con la trascendencia, como un rosario sin divinidad.
Black Mirror, creada por Charlie Brooker, producida por Zeppotron para Endemol, 2011-2013.
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