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Según Christian Ferrer, “la política exige ser pensada cuando [es] problema o potencia, no cuando se limita a ser acto de gestión, tejemaneje, motivo de veneración u obra destinada a su exhibición, intercambio o archivo”. En El Olimpo vacío (2013) la política fue acto de gestión; en El estudiante (2011), tejemaneje; en Néstor Kirchner. La película (2012), motivo de veneración; y en La patota (2015), obra destinada a intercambio. Como lo hiciera Adrián Caetano en NK, en Cabeza de ratón, mitad diario de viaje, mitad ensayo político, Ivo Aichenbaum, si bien por momentos la piensa como acto de gestión y motivo de veneración, se acerca a la política según el desafío que propone Ferrer.
Luego de terminar sus estudios en Buenos Aires, a fines de 2011 Aichenbaum registra su desencantado retorno a Río Gallegos. Lo hace siguiendo en paralelo la estela de dos fantasmas; el de un gran amigo que, tras similar itinerario, se quitó la vida, y el de alguien que, muy a su pesar suyo, va adquiriendo envergadura mítica.
La sombra de “Chori” está presente en el recuerdo de su pasión por el metal y en la atracción que ejerce una juventud nihilista que transforma afiches de candidatos en clones de Marilyn Manson. En una secuencia, un hombre increpa a un grupo que pinta un afiche kirchnerista: “Es mi candidato. Él me entendió. Vos no tenés ideales”. En principio, Aichenbaum también parece no tenerlos —y hasta coquetea con la antipolítica—; al menos eso deja entrever su displicencia en un cuarto oscuro. Por el contrario, para Chori, que quizá habitó una vivienda social hecha por el gobierno provincial, “la movilidad social era posible”. Para Aichenbaum, que vivió en una casa cuyo lujo desentonaba con su entorno y que cree que “[allí] no se generó desarrollo genuino”, esto va “de mal en peor”. El síntoma es menos un suicidio que una sombra densa que recorre el canal de difusión televisiva de planes de infraestructura, se torna visible en la inauguración de obras, se disuelve en palabra al viento en una manifestación, muta a letra impresa en el nombre de una calle que dejará de llamarse “Roca”, para luego abandonar el cuerpo en un mausoleo y resurgir en un extraño ícono al que miles le rinden culto y llaman “Nestornauta”. Tras recordar que “el héroe de la historieta es un héroe colectivo, nunca un héroe solo”, Aichenbaum, viajero cada vez más solitario, se pregunta: “¿Qué clase de mito político será [NK]?”.
Si para algunos Río Gallegos bien vale una misa, para él es tierra de desolación. Pero Aichenbaum, hombre de poca fe, no es necio. Sabe que todos confiamos en un mito. Cabeza de ratón inicia y culmina con sendos temas de Hermética. Abre con “Sepulcro civil”, del cual se escucha: “Sin futuro, sin piedad. / Sin conciencia fraternal. / Han mutado la raíz / aniquilando el país, tu país, mi país”. Y cierra con “Para que no caigas”, del cual se recorta: “Resistirse al sucio poder, es vivir sin temer. / Salirse del molde oficial, ganar o perder. / Desaparecer”. Ayuno de mito político que lo guíe y refugiado en la descarga emocional del metal, le queda el amparo de otro mito. “Si el fin del mundo existe, lo pienso en una dimensión política”, aclara, recordando que, según Slavoj Žižek, el recrudecimiento del mito del apocalipsis es una muestra de que el capitalismo no ve una salida.
Para Martínez Estrada, “el verdadero patriota [es] el aguafiestas que pronuncia la palabra que disipa de golpe la borrachera general”. Patriota y aguafiestas por añadidura, Aichenbaum ve el kirchnerismo como un problema que fuerza a pensar “lo político” y lo reconoce como potencia, que si una nutrida grey asume como regenerativa y hasta genésica, para él no es más que devastadora.
Cabeza de ratón (Argentina, 2013), guión y dirección de Ivo Aichenbaum, 78 minutos.
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