Lo real tiene siempre carácter transitorio en el cine de Gustavo Fontán. Se trate del ciclo vital de un árbol emplazado en la puerta de la casa de sus padres (El árbol, 2006) o, posteriormente, del minucioso ensayo sobre el desmantelamiento material y sentimental de ese mismo espacio (La casa, 2012), el tiempo entendido como substancia esencial de lo íntimo es lo que permite a la “anécdota” despegarse de cada una de las escenas para construir, en el transcurso de su fuga, una reflexión meticulosa sobre el carácter particular y persistente de ciertas marcas que se resisten a coincidir con la apariencia de las cosas. La delicada puesta en escena, la lentitud perfecta de su artesanía visual otorgan a Fontán la posibilidad de establecer un ritmo específico, una coreografía que se extiende poco a poco, como una bruma, sobre esos mundos donde el peso de las ausencias interfiere con la existencia de lo que permanece de un modo que jamás confunde cadencia con morosidad vacua. Como aproximación alucinada y fantasmagórica a un mundo en el que los sentimientos lidian con los objetos de las maneras más inesperadas, El rostro parece el intento de construcción de una espera, un preciso mecanismo de relojería ajustado para el desmantelamiento de los sentidos. El protagonista llega con su bote a una isla del Paraná y comienza a interactuar con espacios y personas que parecieran surgir desde un “más allá” inalcanzable y sombrío, que quiebra y reorganiza el sentido de la percepción. Lo inmóvil, las variaciones de la ausencia o la fugacidad, la condición melancólica de las formas y el indescifrable movimiento de la realidad se configuran como un nuevo estado de conciencia, el surgimiento inesperado de un renovado equilibrio de la imaginación que se rompe en el mismo instante en que parece cristalizar. Los mundos de Fontán exhiben con virtuosismo el proceso mediante el cual adquieren o pierden luz, calor o —en este caso en particular— color, los modos en que el tiempo los embruja como una danza ritual y vagabunda, pero no pretenden ser el pretexto para la exhibición de una técnica exquisita, aunque finalmente lo sean en el mejor sentido de la expresión. La preparación de este meticuloso espectáculo del asombro es lo que emparienta al director con poéticas extrañas y poco frecuentes, rara vez asociadas a su cine —cuando lo que suele arrimársele son las igualmente merecidas comparaciones con cineastas como Sokurov o Bresson—, entre las que cabría destacar muy especialmente cierta tradición francesa del fantastique, como si los equilibrios de esta especie de suspenso impresionista tuvieran mucho que ver con la añoranza de una riqueza que el mundo ya no tiene.
El rostro (Argentina, 2013), guión y dirección de Gustavo Fontán, 62 minutos.
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