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Quienes objetan Francotirador por propagandística o reaccionaria desconocen, en principio, la relación altamente compleja que Clint Eastwood mantiene desde siempre con los llamados “mitos fundacionales” de su país. Pero para entender esto hay que reconocer, primero, que la guerra como producto ideológico y fenómeno de diseño es un núcleo productor de sentidos tan complejo como cualquier otro artefacto cultural. Si las cuatro obras maestras firmadas por Eastwood se asientan sobre algunas de las formas más genuinamente norteamericanas de la cultura –el cine en Cazador blanco, corazón negro (1990), el western en Los imperdonables (1992), y la música popular en Bird (1988) y Honkytonk Man (1982)– es probable que el conflicto bélico ofrezca para él un horizonte de riqueza similar en cuanto a las posibilidades de estudio, reinterpretación y, ocasionalmente, cuestionamiento de cierta idea de (norte)americanismo. Pero Francotirador no es un documental sobre la invasión a Irak ni un alegato contra las injusticias y atrocidades de la guerra y, por lo tanto, no se permite –ni quiere– interrogarse sobre sus causas y consecuencias. La barbarie y la locura, no obstante, están a la vista para quienes quieran verlas, y la película jamás glorifica la intervención o sugiere que esta haya servido para mejorar la calidad de vida del país invadido. Eastwood quiere hacer una película sobre los efectos mentales de la guerra en sus protagonistas, sobre la forma en que el imaginario bélico formatea personalidades y condiciona el devenir de una vida humana arrojada a sus engranajes, y sobre las distintas maneras en que la industria periodística y cultural trabaja sobre ese material humano en su búsqueda de íconos nacionales de inspiración (los mitos contemporáneos). Chris Kyle, el francotirador “más letal de la historia de Estados Unidos", fue un personaje real, pero los mass media lo transformaron en una “leyenda” en vida –ese es el sobrenombre con el que se lo llama a lo largo de toda la película– en la búsqueda de un atributo de valor que apuntale el ánimo de la sociedad –o, al menos, de una parte de ella– en una época de crisis ideológica. Kyle entra y sale de la guerra en sucesivas incursiones, pero a Estwood parecen interesarle mucho más los momentos que preceden y suceden a los cuatro “tours” bélicos del personaje que las vicisitudes o complicaciones del conflicto propiamente dicho, como si la guerra fuera una continuidad esquizofrénica de la realidad, una ruta sin interior cuya visita no implicara, necesariamente, salir del mundo ordinario. Eastwood hizo, por lo tanto, una película política donde la guerra de Irak funciona como excusa para el despliegue de una interrogación mucho más profunda sobre la forma en que una sociedad produce psicópatas en escala microscópica y sobre los diversos modos en que puede, luego, padecerlos. Es en este sentido que la última, extraordinaria media hora de Francotirador –con las armas de fuego invadiendo la cotidianeidad doméstico/familiar y las visitas a lugares y personajes que cargan el aire de presagios– converge hacia un final terriblemente pudoroso donde el director decide –homenajeando al gran John Ford– “imprimir” la leyenda, como trayendo a la discusión, de la manera más extraña posible, la célebre cita de Lionel Trilling: “La nuestra es la única nación que se enorgullece de un sueño y le da nombre: el sueño norteamericano”. Reemplazar la palabra “sueño” por “pesadilla” parece haber sido, una vez más, el objetivo principal del más grande director de cine norteamericano vivo.
Francotirador (EEUU, 2014), guión de Chris Kyle, dirección de Clint Eastwood, 132 minutos.
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