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Hermia y Helena, la última película shakespeareana de Matías Piñeiro, comienza extraoficialmente con un tráiler en el que la voz de Camila (Agustina Muñoz) narra todos los acontecimientos que se sucederán en el film. En Sueño de una noche de verano, texto que la inspira, los personajes asisten a una obra de teatro en la que un prólogo también cuenta toda la historia que va a ocurrir. Comienza así el diálogo entre ambos textos, un diálogo múltiple al que se incorporan las otras películas de esta serie.
Adaptar la experiencia teatral fue históricamente un problema para el cine por su condición efímera e irrepetible, que se actualiza constantemente y depende de la simultaneidad de emisor y receptor en un mismo espacio. Sin embargo, las películas de Piñeiro recuperan algo de esa experiencia a partir de relatos abiertos. Todas las películas de esta serie están conectadas entre sí por elementos que se trasladan de un film a otro. La repetición se vuelve central en estas adaptaciones y logra hacer aparecer algo del espíritu teatral en la pantalla. Se repiten actores, tópicos, encuadres, movimientos de cámara, sonidos, líneas de texto, lugares y hasta escenas completas que construyen un mundo al que pertenecen todas sus películas y que parece ser exclusivo de ellas, una especie de secreto compartido al que asistimos como espectadores y en el que cada elemento reiterado comenta algo sobre el texto anterior y lo resignifica.
En Qué es el cine, André Bazin establece dos corrientes de cineastas: los que creen en la imagen y los que creen en la realidad. Los creyentes de la imagen la trabajan plásticamente a la vez que la orientan hacia la creación de un sentido que las imágenes no poseen individualmente, sino que surge de las relaciones que el montaje establece entre ellas; los que creen en la realidad utilizan, en cambio, el montaje sólo como elemento sustractivo, eligen una porción de mundo mediante el encuadre y ponen el valor en la espera, apostando a que la imagen, en su duración, nos revele algo.
Aun cuando las primeras películas de Matías Piñeiro parecían tener poco lugar para los artificios propios de los cineastas que creen en la imagen (como las sobreimpresiones de Abel Gance o los iris de Griffith), tampoco su cine parecía creer en la realidad. En toda su filmografía se evidencia una puesta en escena que no se conforma con el “en sí” de la imagen sino que construye dentro de ella. Sus encuadres, casi siempre móviles, buscan constantemente simetría: cámaras altas que descubren líneas geométricas o movimientos de cámara que arman figuras siguiendo la rotación de las actrices, como la mesa de té alrededor de la que circulan las amigas en Hermia y Helena, o los trayectos rotativos del par de guantes que Camila se olvida antes de empezar su viaje —y más allá, los diálogos detrás de escena entre las actrices en Viola (2012), o la conversación que circula alrededor de un paquete de frutillas en El hombre robado (2007)—. Pero Hermia y Helena se entrega, además, a la artificiosidad del montaje. Los fundidos encadenados entre dos o más imágenes que estructuran la narración no son utilizados de forma convencional. En lugar de marcar una transición espacial o temporal, estos se vuelven parte constitutiva de una nueva imagen; una imagen que no fue sacada del mundo existente sino que fue construida para un nuevo mundo. De la misma forma funcionan las sobreimpresiones, voces en off, imágenes en negativo y todos los elementos en los que el montaje de Hermia y Helena confía. Desafiando los límites del encuadre, la imagen se presenta, una vez más, como un objeto sin fronteras.
Hermia y Helena (Argentina-Estados Unidos, 2016), guión y dirección de Matías Piñeiro, 87 minutos.
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