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Tal como señala su ex pareja Ted Hughes en el epílogo de esta compilación, el legado en prosa de Sylvia Plath permaneció mayormente inédito luego de su traumática muerte, acaso para no distorsionar o “ensombrecer” su enorme legado como poeta. Del mismo modo, los diarios y cuadernos personales que llevaba (“reprimendas a sí misma o una forma de hacer acopio de determinación para acometer algo”, también según Hughes) se publicaron en forma parcial y, a menudo, severamente “editados” para proteger la intimidad de las personas allí mencionadas. Las circunstancias póstumas de publicación permiten ahora, a más de cincuenta años de la desaparición física de Plath, descubrir que ella misma consideraba la escritura de poesía como una evasión del “trabajo de verdad” de escribir prosa, al que entendía como un recurso “artístico” para ganar dinero. Para eso debe primero, escribe, deshacerse de la sintaxis “aritmética” de sus más tempranos poemas, explorar la dolorosa subjetividad desde la que recorta un mundo polarizado entre la angustia del alma y esa percepción torturada del lenguaje que la caracteriza. En 1958, paralizada por el miedo que le provoca un durísimo bloqueo creativo, Plath encuentra trabajo en el archivo de pacientes mentales del Hospital General de Boston. La experiencia en ese lugar le sugiere el relato “Johnny Pánico y la Biblia de los sueños”, título del original en inglés de esta recopilación y situado exactamente en el punto medio de la cronología inversa propuesta por el índice. A partir de allí se suceden las indagaciones obsesivas sobre el gran tema plathiano del miedo (“Día de éxito”, 1960), la reflexión personal sobre asuntos estrictamente literarios (“Comparación”, 1962), la evocación de las circunstancias biográficas que encaminan su inevitable destino literario (“Charlie Pollard y los apicultores”, 1962; “¡América! ¡América!”, 1963) para culminar con el estremecedor relato del último y durísimo invierno de Plath en Londres, recluida en una casa que perteneciera a W.B. Yeats, soportando el aislamiento y la soledad (ya separada de Hughes, que la ha abandonado para irse a vivir con la poeta Assia Wevill), las cañerías congeladas y el infierno del self potenciado por la lectura reconcentrada de los Life Studies de Robert Lowell. Leer ese estupendo, extraordinario “Blitz de nieve” de 1963 y complementarlo con el retrato que Al Alvarez realiza de los últimos días de Plath en su fundamental ensayo sobre el suicidio El dios salvaje (1971) resulta estremecedor por varios motivos, entre los que destaca su calidad de alucinante instrumento de aproximación a la trágica secuencia de hechos que se ordenó a partir de esa nevada final del alma, que incluye el suicidio de Plath el 11 de febrero de ese mismo año y sus dos prolongaciones más siniestras: el asesinato cometido por Assia Wevill de la hija que había tenido con Hughes (de apenas cuatro años de edad) y su posterior suicidio mediante el mismo método empleado por Plath, y la muerte autoinfligida, según idéntico procedimiento, de su amiga y notable poeta Anne Sexton, once años después.
Sylvia Plath, La caja de los deseos, traducción de Guillermo López Gallego, Nórdica, 2017, 432 págs.
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