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Puccioxplotation. Se puede arriesgar que el clan Puccio, que casi en simultáneo fue representado en cine y TV, reúne en democracia un ying y yang esencial del Proceso: el secuestro y el “yo no sabía nada”. Si a eso le sumamos, en una suerte de discriminación inversa, el prejuicio contra el “garca de San Isidro” encarnado, encima, en una familia de clase media con pretensiones, terminamos con algo más estetizable que un grupo de tareas de la ESMA: Arquímedes y Alejandro Puccio son más fáciles de consumir que el Tigre Acosta y Alfredo Astiz.
Dos integrantes del clan Ortega, Luis (director, coguionista) y Sebastián (productor), se amparan en la consabida aclaración de “versión libre sobre hechos reales” para imaginar, a partir de un grupo de gente que hizo algo muy feo, una serie de cosas “feas” para la televisión. Algunas: la tensión sexual entre un adulto y una adolescente (la menor de los Puccio, a la que le subieron la edad sólo para esto); Arquímedes ahogando un perrito; Alejandro siéndole infiel a su pareja con la novia del amigo que acaba de ser asesinado; cunnilingus entre un matrimonio cincuentón, y la mejor: una relación lésbica entre la hija mayor y una monja en la que la primera se hace embarazar al voleo para que la pareja tenga un bebé.
Tanto el potencial estupro como el lesbianismo son subplots que no llegan a ningún lado; formas de intentar shockear o simplemente llenar el espacio de los once episodios. Y si se trata de impactar, ¿qué mejor que tomar a un delincuente que en la realidad falleció en la cárcel y hacerlo morir tras un bizarro encuentro con una travesti? (Por todo lo buena que fue la actuación de Tristán, esa escena no deja de ser el reverso de sus películas picarescas). Si encima el velorio puede servir para enganchar el plot con la siguiente víctima del clan, mejor.
Hay momentos de Luis Ortega verdaderamente inspirados pero, más allá de la suma de influencias (los patines de la nena a la Boogie Nights, diálogos tarantinescos, secuencias oníricas en plan David Lynch), los realizadores se terminan mostrando más esnobs que Epifanía Puccio: ¿la familia escuchaba en sus fiestas a Los Saicos? ¿La víctima del clan que sobrevivió se pone a tocar Satie no bien es liberada? La efectividad del verosímil varía —como todo— de espectador en espectador, pero recrear los ochenta es algo más que teléfonos a disco, chombas y Falcon: varias veces los personajes cantan canciones que por entonces no existían (excepción válida: Arquímedes citando una frase del amigo del clan Ortega Charly García), la nena juega un videojuego que no aparecería hasta seis años después y Arquímedes sigue llamando desde un teléfono público de Entel en plenos noventa.
Lo mejor está en la mayoría de las actuaciones, especialmente Alejandro Awada (aun si su Arquímedes muchas veces parece la versión malhablada de un villano de la vieja serie de Batman), Pablo Cedrón y Verónica Llinás. Chino Darín tiene aún un conflicto mayor que la lucha de su personaje con el mandato paterno: cómo hacerse valer como actor serio cuando la producción le demanda casi una escena de sexo en cada episodio (ecos de la sexplotation argentina de los ochenta). Rita Pauls no parece tener muy clara la diferencia entre una lolita y una boba, mientras que Nazareno Casero, después de un arranque muy convincente, parodia —¿involuntariamente?— la evolución de un psicópata: Daniel Puccio es tan malo que hace explotar sapos y lee Mi lucha, como su padre. Escenas como estas y otras ya nombradas, o el “cuadro musical” con máscaras de Perón, Evita, Videla y Menotti mientras suena “La grasa de las capitales”, hacen que Historia de un clan aporte un nuevo significado al concepto de la banalidad del mal.
Historia de un clan, guión de Luis Ortega, Javier Van de Couter y Pablo Ramos, dirección de Luis Ortega, Telefe – TNT, 11 episodios, 2015.
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