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Peter Jackson se transforma en un médium capaz de inyectarles a imágenes de principios del siglo XX el nervio y la contundencia narrativas del cine bélico de la era digital, y el resultado es tan sorprendente como controversial. ¿Hasta qué punto es legítimo “retocar” la memoria documental, sacarla del territorio inerte de la Historia para colorearla y animarla? Posproducir el pasado tiene sus riesgos, aun cuando el valor de uso de las imágenes no se defina por su origen material, sino por las arquitecturas de consumo en las que estas adquieren sentido. A partir de la reconfiguración de cientos de horas de archivo en su mayor parte inéditas y provistas por el Imperial War Museum de Londres, Jackson convierte ese capítulo trágico de la historia de la técnica que fue la Primera Guerra Mundial —resumen esclarecedor y espeluznante de todo lo que, hasta ese momento, aquella podía hacer con un cuerpo— en una condensación de saberes que opera, a la vez, como reparación cultural y experimento estético. Reprocesa el registro analógico en 4K, potencia la banda de sonido, lee los labios de los protagonistas y les pone una voz para desterrarlos definitivamente de su condición de espectros.
Midiendo las palpitaciones de ese mundo reanimado, Jamás llegarán a viejos deroga las responsabilidades mutuas entre pasado y presente para transformarse en una prueba contundente de eso que el cine jamás volverá a ser: monumento de cenizas, movimiento de la luz liberada del presente, prospecto metafísico de lo que se extinguió en el mismo momento en que fue filmado. La carga trágica de la guerra funciona aquí como el aliento sobrenatural del relato, la fuerza de resucitación que inflama y alimenta las figuras que desfilan por la pantalla para darles otra vida. En el pase del formato cuadrado de los noticieros de la época (que relatan los prolegómenos del conflicto y el reclutamiento de las víctimas) a la anchura y el color de un mundo modificado a escala industrial por una lógica armamentística que es, también, la del espectáculo de masas, se pone en juego algo parecido a la plenitud de una ingeniería curiosamente satisfecha, el mero placer de haber podido hacer algo que antes no se podía.
Como retruque desconcertante de todo lo que podría esperarse de un documental, Jamás llegarán a viejos parece la rebelión de autonomía de las fuerzas que han hecho de esta, nuestra época, la primera capaz de alterar el orden de la realidad. El triunfo definitivo de una idea del cine a la que ya no le alcanza con poner en imágenes el trayecto de una desaparición en el mundo y que ahora necesita, también, “intervenirla”.
They Shall Not Grow Old (Reino Unido/Nueva Zelanda, 2018), dirección de Peter Jackson, 99 minutos.
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