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Las películas de la italiana Alice Rohrwacher tienen un poder especial: evocan en cada espectador una genealogía cinematográfica diferente. Algunos las ven y exclaman: “¡Fellini!”. Otros dicen: “¡Pasolini!”. Otros, sin dudar: “¡De Sica!”. Cuando le preguntan por sus influencias ella no suele dar nombres, quizás advierte que pegarse a una de las grandes figuras del cine italiano no les va a hacer a su obra o a sus espectadores ningún favor. Que no hace falta. Porque si algo queda claro después de ver sus tres últimos largometrajes (Las maravillas, Lázaro feliz y La quimera, que forman una especie de “trilogía del pasado”), es que todos hunden las raíces en el mismo humus secreto que también nutrió a esos directores míticos, un barro primigenio compuesto de capas y capas antiquísimas que son el sustrato de la cultura italiana moderna.
La quimera, su último film, ambientado en la década del ochenta, nos muestra las peripecias de un grupo de saqueadores de tumbas que desentierran objetos etruscos para venderlos en el mercado negro. Josh O’Connor es Arthur, un arqueólogo inglés que vuelve al pueblo de la Toscana después de una ausencia indeterminada y que tiene el don sobrenatural de saber dónde encontrar los tesoros enterrados. Endeudado y en busca de algo así como una revancha, también está atormentado por el recuerdo de su amada Beniamina, que ha desaparecido pero nadie sabe cómo. La madre de esa novia perdida es Flora, interpretada por Isabella Rossellini, una aristócrata venida a menos que vive en una mansión que se cae a pedazos. Flora le da clases de bel canto a su sirvienta inmigrante, Italia (la brasileña Carol Duarte), que a su vez hace lo posible por ocultarle a la señora la existencia de sus dos hijos, que lloran o juegan en algún lugar de la casa, y cuyo destino emancipado será la nota optimista del final del film.
La magia más grande de La quimera es que transmite la sensación de que estamos viendo sólo la superficie de un mundo denso y antiguo, y la intuición de que hay mucho más que no se muestra ni se revela pero cuyo peso se hace sentir. Rohrwacher lo consigue con una multiplicidad y libertad de recursos que le dan solidez y también levedad a su película: escenas con luz de invierno y escenas nocturnas con fogatas, participación de actores no profesionales, movimientos inusuales de la cámara, música de Franco Battiato, Monteverdi y Kraftwerk, diálogos en los que muchos personajes hablan a la vez creando una superposición sonora que añade capas de realidad a la imagen en dos dimensiones. La magnífica escena de la fiesta popular de la Befana, o Epifanía, sirve como pequeña muestra de esa densidad subterránea.
Por otro lado, la presencia extraña de Arthur, su leve inadecuación —la interpretación y la fisonomía de O’Connor son las de un everyman cuya mayor virtud es tal vez la impersonalidad— le sirve también a la directora para mirar con ojos extranjeros su propia cultura, su brutalidad y encanto.
La quimera es una obra profundamente arraigada en su territorio, que se pregunta por el modo en que las personas se relacionan con su pasado, un pasado tangible que está sólo unos centímetros por debajo del suelo. Un pasado que en algún momento de la historia reciente dejó de ser sagrado para convertirse en objeto de consumo, transformando a un país entero en una suerte de parque de diversiones de sí mismo. El pasado y el futuro de Italia le interesan a Rohrwacher (su participación en el documental Futura, donde recorre el país para hablar con decenas de jóvenes, es otra muestra de ello). En una entrevista reciente a propósito de La quimera le preguntaron por la importancia de las raíces. “Las raíces son algo vivo”, dijo ella, algo que va cambiando con el tiempo. No son algo fijo e inmóvil. “Las raíces tienen que ser una red de sostén y no una jaula”. Igual que la memoria, las raíces se transforman con nosotros. La quimera pone en escena un mundo vivo, la tensión de esa transformación y la coexistencia misteriosa de pasado y futuro, un estado en el que nunca se clausura el sentido.
La chimera (Italia, 2023), guión de Alice Rohrwacher, Carmela Covino y Marco Pettenello, dirección de Alice Rohrwacher, 130 minutos, se exhibió en la décima edición de la Semana del Cine Italiano, Cinépolis Recoleta, Buenos Aires, del jueves 4 al 10 de abril de 2024.
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