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Inscripta en la tradición del cine clásico norteamericano, Lady Bird es una película que el Hollywood de hoy recordaría por siempre si no estuviera tan obsesionado con ser políticamente correcto. Porque Lady Bird es hermosa, que es lo que puede decirse de algo que todavía no es poderoso pero está en camino de serlo. Un film que sabe ser clásico sin pretender más que eso y que en el camino se incorpora a un grupo de películas contemporáneas decididas a hurgar en la historia de Hollywood para reencontrarse con un modo particular de contar historias e intentar apropiarse de él, aunque no pueda evitar por momentos caer en un síntoma actual de melancolía (esos largos planos desde el andar de un auto que recorren paisajes semiurbanos del interior de Estados Unidos mientras una canción pop suena de fondo, o la necesidad de pensar en el año 2002 como una época que ya es vintage). Aun así, la puesta en escena nunca es pretenciosa y contiene prolijamente todos los elementos que son funcionales a la narración. De esa manera, construye el verosímil propio del cine clásico y ofrece al espectador una porción de mundo, comprometiéndose con el material elegido para construir sensibilidad, aun cuando Lady Bird no busque imitar de forma exacta las viejas formas de la industria de Hollywood sino captar su espíritu mientras propone algo nuevo. Apostando a trabajar con la materia prima del cine y absolutamente en contra de hacer de él una maqueta para futuros videojuegos, Gerwig se toma libertades que convierten su ópera prima en una película memorable. Al apartarse ligeramente de los esquemas industriales, la película confía en lo que pueda suceder durante el momento del rodaje. Así resulta la escena en la que los actores improvisan un juego de corridas en un campo de flores y la cámara decide seguirlos, para concluir en una secuencia levemente oscura y por momentos fuera de foco. Ese contrapunto se prolonga en el montaje, que combina varios episodios frenéticos en un orden que, sin alterar la cronología, tiene algo de atolondrado y azaroso. De ahí que haya un toque “autoral” en todas las decisiones que toma Gerwig, un ímpetu que es consciente y a la vez dubitativo, con pocas seguridades pero con varias convicciones, como una película adolescente o un film tan “antiheroína” como su protagonista (Saoirse Ronan). El resultado es algo extraño pero optimista: Hollywood todavía puede hacer películas dignas de ser recordadas. Quizás pueda, incluso, hacerlo mejor que en este caso, pero Lady Bird es definitivamente un buen recomienzo.
Lady Bird (EEUU, 2017), guión y dirección de Greta Gerwig, 93 minutos.
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