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Se ha escrito muchísimo más sobre la muerte del western que sobre la del melodrama, como si la defunción genérica se llevara mejor con las cuestiones de vestuario que con las anímicas. En la metamorfosis posmoderna de los protocolos y las tradiciones, el cine norteamericano tuvo mejor suerte, gusto y criterio artístico cuando llevó la mitología del viejo Oeste a las junglas urbanas que cuando transformó el cine de las pasiones exacerbadas en ese híbrido miserable de películas con gente aquejada por enfermedades terminales o en esas exploraciones hipócritas y corrosivas del lado turbio de la all-American family. Afortunadamente, Kenneth Lonergan tiene poco que ver con oficinistas de prestigio como Todd Solondz o Sam Mendes, y su cine celebra el del New Hollywood de los años setenta (el de Malick, Schrader, Scorsese, Coppola y compañía), como si para ser un clásico hoy hubiera que mantener viva, indefectiblemente, una controversia privada con los modos de filmar de la actualidad. Todo lo musical que le falta a la insufrible La La Land de Damien Chazelle está en Manchester junto al mar, que tiene la armonía y la cadencia de un movimiento sinfónico fúnebre y, como si de una apuesta halagadora se tratara, impone su esencia —la del drama + música— sobre las necesidades de lectura que obligan (tendenciosamente) a verla cual objeto industrial anómalo. Incrustado en la farsa de los premios Oscar como si se tratara del último vestigio de legitimidad de un complejo sistema especulativo de producción en el que las decisiones artísticas pesan cada vez menos, Kenneth Lornegan, que filmó sólo tres estupendas películas en casi veinte años, es (junto con Paul Thomas Anderson) el único cineasta norteamericano contemporáneo con un sentido de la grandiosidad que no recae en el presupuesto sino en su condición de especie amenazada. El clasicismo de Lornegan está en el placer de dedicarse a la historia que cuenta y en inventarle recursos, porque en cada movida que ejecuta su protagonista (excelente Casey Affleck) en el regreso hacia ese punto ciego que fue su vida pasada, respira un dato oculto de la trama que el director ofrece al espectador con una paciencia aprendida en el cine de otro tiempo, desde el apagón sentimental inicial hacia el lírico y hermosísimo final, sin privarse, incluso, de algunos momentos de una extraña comicidad y poniendo frente a nosotros, antes que las propias situaciones, una serie de personajes que penden simétricos de ellas, confundidos en una cotidianidad herida que nunca se deja llevar por los usos de la vaga finalidad lacrimógena. Bordeando una única e insistente idea de tristeza, Lornegan filmó un duelo del alma, el abismo interior que vuelve a abrirse para mostrar la poesía en los lugares más extraños, y entender así —como hacía mucho tiempo nadie entendía— el profundo y abrumador silencio de los lugares por los que no se puede caminar sin la cabeza gacha y las manos en los bolsillos, la postura recurrente, fijada por el dolor inenarrable, que ese desdichado portero sin cicatrizar de Boston se obliga a adoptar cada vez que intenta levantar la mirada en la desolación helada de Manchester y su mar.
Manchester by the Sea (Estados Unidos, 2016), guión y dirección de Kenneth Lonergan, 137 minutos.
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