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Otro vestido verde, el de Héloïse en Retrato de una mujer en llamas, que recuerda al que porta Madeleine, la protagonista de Vértigo (1958). Tanto la película de Céline Sciamma como la de Hitchcock les sostienen la mirada a quienes participan del acto de observar y de crear. En el diálogo entre ambas, sin embargo, se oponen dos épocas y dos nociones sobre la creación artística. Vértigo sigue la estela del horror en el arte y Retrato de una mujer en llamas vuelve a encender el fuego del arte de la aparición.
El filme de Sciamma participa de la conversación actual, por supuesto. Al plantear la historia de dos mujeres que se aman en el siglo XVIII, una pintora de nombre Marianne y una joven aristócrata, y que se acompañan en su búsqueda de la libertad, la directora retoma la solidaridad femenina que está moldeando el presente y el futuro de las sociedades. La película va más allá: cuestiona quién detona el gesto creativo. ¿Se trata del artista o del modelo? También interroga el narcisismo del creador, que tiende a ser un caníbal que se come a los otros. Estos misterios alumbran la pasión que, piano piano, surge entre Héloïse y Marianne, cuyo vínculo no es diferente del que mantiene cualquier pareja.
Con el encargo de pintar el retrato de Héloïse para que la conozca el hombre milanés con quien la comprometió su madre, Marianne desembarca en una isla. A pesar de que la caja con sus lienzos cayó en el mar mojándolos, las telas mantienen su promesa: servir de soporte a la ignición de la mirada. Una imagen sonora se repite en el filme: las chispas en chimeneas, velas y fogatas. Además de un estudio del objeto, al que hay que mirar probando varios ángulos y hacer ensayos de su representación, para crear es necesario que chisporrotee el fuego. El fuego litúrgico de Sciamma es la colaboración, la co-creación entre ambas mujeres. La modelo traiciona al silencio y cuestiona, se vuelve participante de la creación.
Antes de Marianne, otro pintor captó a Héloïse; el infructuoso cuadro, sin embargo, tiene la cara borrada. El borramiento hace un guiño al horror, a la tortura y la desaparición de los cuerpos. El cine ha sido testigo de ello. Ahí están las mutilaciones de las protagonistas de La pianista (Michael Haneke, 2001) y Anticristo (Lars von Trier, 2009), y el rostro golpeado de Giovanna Mezzogiorno en Vincere (Marco Bellocchio, 2009), imagen de la belleza destruida y de la mujer anulada. Vértigo es, entre muchas otras cosas, la cima del horror en el cine, una obra necrófila sobre la reconstrucción de una mujer que no existe, es el travestismo de la imagen.
Retrato de una mujer en llamas es una película de su tiempo. Despojando a Heloïse del corsé que le impone el vestido verde, síntoma del fetichismo abortado, tanto ella como Marianne participan de la estética de la aparición, la misma que practicaron Miguel Ángel haciendo aparecer a Moisés, Leonardo a La Gioconda, Goya a la Maja desnuda. Es probable que la revuelta feminista actual, que en lugar de borrar y negar el cuerpo hace una fiesta que lo afirma y lo celebra, tenga que ver con este afortunado regreso estético. Al finalizar la obra, que requiere la confrontación de las mujeres, la despedida es inminente.
Sciamma no se olvida de hacer el parangón entre la chispa creativa y la flama del amor. Al durar un instante, ambos fuegos arden para siempre en la experiencia afectiva y estética. Luego de la espera de los labios anhelados, la amante se anticipa y dibuja el recuerdo, llama que transforma su visión del mundo, que cambia con el paso de las estaciones, pero sin olvidar el verano, siempre verde, cuyo recuerdo vibra con Vivaldi, notas musicales que recorren el trecho del chaparrón a la tormenta.
Portrait de la jeune fille en feu (Francia, 2019), guión y dirección de Celine Sciamma, 119 minutos.
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