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La primera escena de Seberg es, en realidad, la recreación de una escena: Jean Seberg ardiendo en la hoguera como Juana de Arco, sufriendo a fuego lento una transición entre planos espirituales. En esa recreación, Seberg está interpretando un papel; en lo que resta de la película, no. Es decir, ese comienzo funciona como un concentrado de todo lo que está por venir, que es, básicamente, puro sufrimiento. De hecho, con el correr de los minutos nos vamos a enterar de que, durante la filmación, el fuego se le descontroló al director y dejó, literalmente, huella en el cuerpo de Seberg, que (queda claro) sufre hasta cuando actúa.
Las intenciones de Benedict Andrews son explícitas: que el espectador se meta ahí, en ese sufrimiento, en esa tortura psicológica que padeció una actriz norteamericana en auge —sobre todo en Francia— en la década del sesenta, esplendor basado en dos atributos fundamentales: cara angelical y corte de pelo singular. Pero “la” Seberg también fue objeto de persecución hostil por parte del FBI, que la espió y la difamó bajo la sombra terrible de Hoover. ¿Por qué el hostigamiento? Porque la actriz adhiere pública e inocentemente (según se muestra) a la causa de las Panteras Negras y otras preocupaciones características de la época de las reivindicaciones de los derechos civiles. Además, Seberg, con su marido e hijo en Francia, tiene un romance con Hakim Jamal, un militante afroamericano que se encontraba bajo la estricta mira del Bureau. Y al FBI, está claro, no se le escapó ese desliz.
La película se centra, entonces, en los años que van de 1968 a 1979, un período en el que Seberg entra en desgracia no sólo laboral sino también, y sobre todo, personal (miedo, paranoia, separación, pérdida de un hijo). Andrews elige contar la historia de la actriz (gran interpretación de Kirsten Stewart) en paralelo con la de Jack, un joven agente del FBI que, contra su voluntad, tiene que perseguirla, lidiando con las contradicciones morales que esa obligación le produce (algo ya visto infinidad de veces, más recientemente en La vida de los otros). Pero esa decisión del director (la de permitir crecer la segunda historia protagonizada por el agente atribulado que se siente culpable) hace que la película pierda efecto, como si priorizar los conflictos del perseguidor contribuyera a borronear la complejidad del perseguido. Es en esa parte de la trama donde el film se desliza hacia un peligroso trazo grueso y una ligera ingenuidad de tono, cuando se enfatiza que el joven agente, al principio de su misión, no ejecuta la tarea contra su voluntad, actuando como una máquina perfectamente sincronizada, para derivar después, progresivamente, hacia una especie de héroe idealista que enfrenta a sus superiores y destruye, por ejemplo, los afiches infames que aquellos mandaron a hacer. La decisión (acertada) de narrar una parte que contenga el todo se diluye, entonces, en esa opción argumental un poco torpe y desmañada, y con ella el núcleo principal de interés de la película se desdibuja progresivamente a punto tal de perder casi toda intensidad, como si a la Seberg de Andrews le sobrara cara y le faltara cuerpo.
Seberg (Estados Unidos, 2019), guion de Joe Shrapnel y Anna Waterhouse, dirección de Benedict Andrews, Amazon Studios, 102 minutos.
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