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Toda fiesta tiene forma de promesa. El anhelo y la espera, un rito progresivo en el que, como en ningún otro momento vital (tal vez sólo comparable al enamoramiento), nos declaramos disponibles, entregados de cuerpo y espíritu para que algo extraordinario irrumpa. Que la inmensa mayoría de las fiestas jamás cumpla esa expectativa constituye, en realidad, la condición de posibilidad de las inolvidables: aquellas en las que, siguiendo a Alain Badiou, el Acontecimiento hiende la continuidad del Ser y deja, en quien lo vive, una marca que no admite retorno. A veces sucede. Un encuentro —lisérgico, sensual, estético, intelectual, místico o catártico— con otro, con uno mismo o con una totalidad dionisíaca que desactiva los límites de la identidad. Las fiestas rave apuntan justamente a esa promesa colectiva, con la paradójica salvedad de que los momentos de clímax se viven en un solipsismo absoluto.
El agotamiento o el sol suelen clausurar la fiesta, salvo en esas raves del desierto del sur de Marruecos que parecen no terminar nunca y que funcionan como territorios aparte, casi desprendidos del sistema, donde Sirât, la despiadada nueva película de Óliver Laxe, instala su drama y lo tensa hasta la extenuación. Ganadora del Premio del Jurado en Cannes, gran triunfadora en los Premios del Cine Europeo y elegida para representar a España en los Oscar, la película se sostiene en una promesa menos abstracta que la del trance festivo de los raveros, apoyada en una eficacia dramática elemental pero infalible: la búsqueda de una hija desaparecida. Tras recibir una pista difusa sobre el paradero de Mar en una de esas concentraciones, Luis (Sergi López) viaja a Marruecos con su hijo Esteban (Bruno Núñez Arjona) para internarse en ese mundo insomne de música electrónica y tratar de encontrarla.
Si a las películas de supervivencia les extirpáramos cualquier forma de ingenio heroico —el de Ulises, pero también el de Indiana Jones—, si anuláramos el menor rastro de plan, de cálculo o de esperanza, y hasta renunciáramos a la propia promesa de supervivencia inherente al género, comenzaríamos a acercarnos al tipo de película que es Sirât. Un film concebido como experiencia límite, que sólo apunta hacia el futuro si entendemos por futuro apocalipsis. Para ser justos, el título proviene del árabe ṣirāṭ , el puente finísimo que, según la tradición islámica, todos deben cruzar tras la muerte: un pasaje suspendido entre el fuego del infierno y la promesa del paraíso, tan delgado que cualquier desequilibrio precipita la caída. Laxe toma esa imagen y la vuelve la verdadera topografía del film: un trayecto hacia adelante que obliga a avanzar aun cuando no hay forma de pisar firme.
Los personajes son casi fabulares, sin pasado, reactivos ante las circunstancias, sometidos a fuerzas que los exceden y sin posibilidad real de transformación. Esa configuración altera de raíz los códigos habituales de la dosificación emocional y de la identificación en la ficción, códigos que a menudo confundimos con principios éticos, aunque no sean más que contratos narrativos. Entre ellos, el que prescribe que los primeros en morir no deberían ser ni los protagonistas, ni los más vulnerables. Sirât dinamita ese pacto desde su primera víctima fatal. Su gran éxito en taquilla habría que matizarlo si se calcula la chocante cantidad de público que no soportó la impiedad de los acontecimientos y se levantó de la butaca antes del final.
Es probable que las decisiones nodales de la película, antes que responder a necesidades dramáticas en sentido estricto, obedezcan a golpes de efecto o, al menos, a un uso calculado de los resortes que permiten que la hipnosis funcione. Llamar “efectista” a Sirât desmerece, sin embargo, el impacto anímico que puede alcanzar un estallido escabroso en el punto más alto del trance, o la colosal imagen, reducida a un televisor diminuto, de la peregrinación atestada a la Meca. Así como también, más sereno pero no menos impresionante, ese rostro de títere montado sobre un muñón de pierna. Y, si de efectismo se trata, conviene precisar: la película está muy lejos de las aburguesadas experiencias-límite de Gaspar Noé y más cerca del Haneke más misántropo, o incluso de esa cruel indiferencia de la naturaleza que impregna Grizzly Man (2005) de Herzog.
Lo que gobierna en Sirât no es la provocación artificiosa, sino una comprensión radical de la fatalidad. No podemos escapar de nuestro destino personal y mucho menos de nuestro destino social, y cualquier cosa puede destruirnos en cualquier momento. Incluso cuando deseamos que sea el propio desierto del Sahara el que nos trague, la muerte y la sociedad permanecen unidas, agazapadas en la forma de una mina explosiva.
Sirât (España, 2025), guión de Oliver Laxe y Santiago Fillol, dirección de Óliver Laxe, 114 minutos.
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