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CINE y TV

Robert Zemeckis y Steven Spielberg ya se habían probado el traje de Frank Capra para contar el cuento del sueño americano. Zemeckis se pasó de la raya con una película miserable (Forrest Gump, 1994) que no va a eclipsar el lugar que ya le cabe en la historia grande del cine por Volver al futuro (1985), aunque esa fábula aturdida de corrección contada por un idiota siga dificultando leer el cine que hizo tanto antes como después de ella. En el caso de Spielberg, las cosas estuvieron más claras desde el principio —porque el niño/hombre Steven siempre dejó en claro que sus fantasías morales necesitan proteger a su público (pero sobre todo a él mismo) de los bordes filosos de esa gran máquina de pareceres que es la “Nación”—, y en la medida en que comenzó a resistirse a ellas (desde Inteligencia artificial, digamos), el almanaque de su infancia, plagado de grutas y pasadizos, comenzó a reconectarse “hacia adentro” de maneras cada vez menos predecibles. El último Spielberg (no el de Mi amigo el gigante, sino el de Puente de espías) está tan cerca de Capra como lo está ahora el último Clint Eastwood. Pero lo “capriano” de ambos no tiene que ver con una actitud —si se nos permite la expresión— “pura y bellamente ingenua” hacia el mundo, y sí con la certeza de que fijar una posición política en el infantilizado Hollywood de hoy (el de los superhéroes berretas, el de las franquicias huecas, el de los actores y las actrices maniquíes) requiere, necesariamente, de la gestión previa de un patrimonio cultural. Lo que se dirime aquí es —otra vez— la Historia Grande de una Nación, se trate de narrar un intercambio de rehenes en el punto de ebullición de la Guerra Fría o el renacimiento de un “hombre común” puesto a decidir en circunstancias extraordinarias. Tanto Spielberg como Eastwood se preguntan cómo se construye ese hombre hacia afuera, qué decisiones hay que tomar y cuáles son las circunstancias que habrá de afrontar y las consecuencias que deberá soportar. No es casualidad que ese hombre tenga, en ambas oportunidades, el rostro de Tom Hanks (se lo prestó, también, al idiota pergeñado por Zemeckis, pero mejor olvidarse de eso). Hanks es uno de los pocos actores en actividad que hoy pueden cargar con holgura eso que alguien alguna vez llamó “el sublime norteamericano” —de la misma manera en que Jimmy Stewart lo cargó para Capra—, y su interpretación en Sully es la más contenida de su carrera, anclada en un nivel de despojamiento y desafectación tal que su sonrisa grisácea pero sincera en la escena final es un logro poliédrico en una película que pregunta e interpela con una agudeza que Eastwood no se había permitido desde Los imperdonables (1992). ¿Qué es ser un héroe? ¿Quién determina el valor de una acción individual en el fárrago de lo colectivo? Contra todos los pronósticos, Sully aterriza un avión herido de muerte en el río Hudson, pero su tristeza —y esta es una película terriblemente triste— acontece siempre en el pasado de esa hazaña, en las conversaciones con su esposa (que son siempre por teléfono), en la trastienda de la burocracia de siniestros que lo hostiga y en la semipenumbra de las residencias transitorias que lo protegen de las guardias periodísticas, como si captar el sentido final de ese acto desesperado no tuviera que ver con la pericia profesional y sí con algún tipo de recogimiento parecido a la penitencia. La pregunta es, entonces, ¿por qué yo?, y si los mejores héroes de Eastwood están siempre, de una forma u otra, fuera de circulación, Sully (la película) es la confirmación de que ser un clásico hoy es, antes que nada, perseverar en una idea narrativa de Nación que languidece en el tiempo homogéneo de la incertidumbre y la desesperación cívicas por no poder contestarla. Entonces, el cartel que antecede a los créditos finales no es una oda sino un réquiem, y la proeza sobre el Hudson está narrada dos veces para pedirnos que miremos otra vez, sin prejuicios, mejor.

 

Sully (Estados Unidos, 2016), guión de Todd Komarnicki basado en el libro de Chesley “Sully” Sullenberger y Jeffrey Zaslow, dirección de Clint Eastwood, 96 minutos.

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