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Takara, la noche que nadé

Kohei Igarashi / Damien Manivel

CINE y TV

Takara, la noche que nadé sigue a un niño somnoliento en su recorrido por la ciudad de Aomori durante un día en el que decide escaparse del colegio. Esa escapada tiene una pista inicial, un dibujo hecho por él mismo la noche anterior mientras esperaba levantado a su papá, en el que aparecen animales acuáticos (quizás una premonición del viaje que empezará al día siguiente) y que se convierte de esa manera en el objeto que inconscientemente direccionará todo su trayecto.

Con el dibujo en su mochila, el chico empieza a transitar por la ciudad escapándose de las reglas del mundo adulto, una premisa que inevitablemente trae al recuerdo el espíritu del neorrealismo italiano, aunque desprovisto del contexto histórico de posguerra. De esa manera, algunas escenas o formas narrativas de Takara… funcionan como dobles de aquellas ya presentes en las películas italianas. El ejemplo más claro de esta duplicación aparece en el escaso uso de la elipsis y, en consecuencia, en el tiempo que la puesta en escena le dedica a la espera. Esta espera es por un lado argumental, es decir, el protagonista espera literalmente a que el tiempo pase, pero es también, y antes que nada, formal, traducida en el tiempo en que tanto la cámara como el espectador esperan al propio protagonista. Por momentos, estas dos esperas suceden simultáneamente: el protagonista espera un tren, primero lo hace parado en el andén pero el tren se demora, entonces busca resguardo, se recuesta en un banco y se queda dormido. A partir de allí, la cámara acompaña su sueño, esperando junto con el espectador a que despierte.

Por otro lado, la abundante presencia de la nieve, que enrarece el paisaje haciendo desaparecer la ciudad, funciona como un elemento más de la duplicación neorrealista, en este caso referenciando los escombros de cemento de la ciudad destruida. Sin embargo, la suavidad de la nieve reemplaza la incomodidad de los bloques de cemento transformando al protagonista, quien ya no necesita ser un niño adulto y puede finalmente entregarse a la deriva del sueño. Al mismo tiempo, la actitud de la cámara se relaciona con la actitud del propio rodaje. Esperar implica la decisión de aguardar a que algo suceda, de sostenerse en el tiempo hasta que alguna porción de realidad se presente delante de la cámara, algo que funcionaba para los italianos y que funciona también para Takara... Algunos acontecimientos son presenciados por primera vez —y en simultáneo— por el niño, la cámara y el espectador, una suerte de registro en clave “baziniana” de la capacidad del presente para irrumpir en lo planificado. Esa predisposición al “descubrimiento” construye un extraño viaje en el que el viajero no avanza sino que se deja transportar, acompañado por la cámara que decide esperarlo, transcurrir con él a través del tiempo. Un viaje que no tiene, tampoco, una intencionalidad clara, ya que su fin parece consistir principalmente en recorrer la ciudad para adueñarse de los elementos que la componen. Así, muchos años después del apogeo del neorrealismo y a varios kilómetros de distancia de su epicentro geográfico, Takara… es, una vez más, el relato cinematográfico de la conquista de una ciudad.

 

Takara. La nuit où j’ai nagé (Francia, 2017), guión y dirección de Kohei Igarashi y Damien Manivel, 78 minutos.

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