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La rotación romántica del cine de Arnaud Desplechin —de los equívocos sentimentales truffautianos a la fosforescencia pasional rivettiana— lo regresa siempre a una obstinada escena de espera. Espera de una revelación, claro, pero también de su variación debilitada (el redescubrimiento) a fuerza de volver, desde otro lugar del mundo y de la vida, a lo que en algún momento dejó de tenerse en claro. Su cine propone mucha nouvelle vague, no tanto en sus modos como en el empeño por producir cortes o sintonizar frecuencias que permitan recuperar el peso de las cosas y la gente para construir narraciones con el volumen específico de otras épocas. Paul Dédalus podría ser una suerte de álter ego de Desplechin si el nuevo cine francés de los años sesenta no hubiera enseñado a leerlo todo —absolutamente todo— como una historia de las comillas, y sus souvenirs personales deben ser, entonces, aprehendidos como haces luminosos de un tiempo en que lo grupal todavía era sinónimo de una carga de energía (humana) capaz de llevarse puesto el mundo. La retórica y el espacio del espionaje en la ex Unión Soviética son la pantalla de la memoria amorosa y cinéfila, la cuota y el marco de realidad de una pasión narrada con mucha literatura (las cartas que se escriben, las cartas que se leen) y un oído atento a los detalles del cambio de orden de la aldea propia y, por lo tanto, del planeta todo. Desplechin trata la década de los ochenta como Truffaut trató el siglo XIX en Adela H. (1975): la vuelve un recurso retórico, un sitio imaginario, un recorrido por el deseo dormido antes que una dimensión crepuscular donde velar el ánimo quebrado. Ejecutar variaciones sobre una política de la memoria sentimental sin caer en la treta fácil de la “alta” nostalgia no es fácil. Requiere encontrar lugares extraños para hacerse oír, reconstruir las pistas de un crimen natal que Paul y Esther viven como una tragicomedia susurrada, poco visible —en el sentido del culto a la sugerencia que Desplechin maneja como un secreto de confesión—, atajo entre la pérdida y la recuperación para el que la antropología provee un curioso modelo metafórico. Tal vez por eso, Tres recuerdos de mi juventud es un film imperfecto como no puede dejar de serlo cualquier intento de propuesta artística sobre la pérdida. Para pisar sobre huellas y recolectar vestigios hay que saberse a la deriva en el más profundo de los dramas, porque lo que se tuvo y se ha ido es único y el trabajo con la memoria siempre duele. Desplechin es sabio en esa economía de la ausencia: la certeza de que el pasado se lleva bien con el frío de lo oscuro, con lo extraño, con lo que cambia, se transforma y se escabulle cada vez que se lo piensa y se lo vuelve a pensar, respira en cada una de las imágenes de su última película.
Tres recuerdos de mi juventud (Francia, 2015), guión de Julie Peyr y Arnaud Desplechin, dirección de Arnaud Desplechin, 123 minutos.
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