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Dentro de la mitología de la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires posdictadura, los seminarios Algunos problemas de teoría literaria, dictado por Josefina Ludmer en 1985, y Las tres vanguardias. Saer, Puig, Walsh, dictado por Ricardo Piglia en 1990, ocupan un lugar de privilegio. Ludmer y Piglia, junto con algunos otros, regresaban a la universidad pública luego de haber proseguido su enseñanza en grupos de estudio privados durante los años de la dictadura. A partir de esta experiencia inaugural, ambos continuarían dictando clases en la carrera durante un tiempo, para luego emigrar a las universidades de Yale y Princeton, respectivamente. Ahora que hace algunos años ambos han regresado a la Argentina, la publicación de estas clases forma parte, en algún sentido, de “la vuelta”. Estos seminarios quedaron grabados en la memoria de quienes tuvieron la “suerte histórica” de presenciarlos (según la expresión, no carente de nostalgia, de Annick Louis, responsable de la edición de las clases de Ludmer) como verdaderos acontecimientos. El clima histórico de refundación seguramente ayudó a reforzar esa excepcionalidad: en un momento en que la sociedad argentina volvía a preguntarse por el sentido de su existencia compartida, numerosas y heterogéneas camadas de estudiantes ingresaban o retornaban con entusiasmo a las aulas de la universidad pública, una institución que parecía llamada a desempeñar un rol crucial en ese porvenir. También la literatura, y muy especialmente la teoría y la crítica, disciplinas especializadas en desmontar construcciones discursivas señalando sus presupuestos estéticos e ideológicos, parecían destinadas a jugar un papel no desdeñable. Tal vez eso explique, al menos en parte, por qué cada semana más de quinientas personas se agolpaban en las aulas para escuchar a Ludmer y Piglia, un número que superaba en mucho a los estudiantes formalmente inscriptos.
La publicación casi simultánea de la transcripción de esas clases (las de Ludmer por Paidós a fines del año pasado; las de Piglia unos meses más tarde, por Eterna Cadencia) nos permite ahora volver a ese momento, que fue el del canto del cisne del curso magistral, un género académico que conoció su clímax en las universidades masivas y politizadas de los años setenta y que hoy se encuentra en baja, frente al modelo norteamericano del pequeño seminar. También fue ese el momento del clímax de la teoría literaria, o de la teoría a secas, una pasión de la época, vivida por muchos como la forma más intensa de relacionarse con la experiencia literaria, lo que configuró una característica singular de la formación en Letras “a la argentina”. Para aquellos que no tuvimos la “suerte histórica” de presenciarlos, para los que llegamos después y oímos hablar tantas veces de estos seminarios en los pasillos de la facultad, la lectura de estos libros es una experiencia extraña. Finalmente, podemos ver de qué se trataba. ¿Era lo que esperábamos? ¿Están las palabras a la altura del mito? En mi caso —la primera persona aquí es inevitable—, la lectura vino acompañada de un descubrimiento incómodo (casi un sacrilegio) que se podría sintetizar así: es curioso decirlo, pero hay más teoría en el libro de Piglia que en el de Ludmer. Trato de explicarme: la afirmación es incómoda ya que el curso de Ludmer —y no el de Piglia— es de teoría literaria, el curso de Ludmer —y no el de Piglia— ofrece un despliegue impresionante de referencias a las teorías literarias fundamentales: los formalistas rusos, el grupo de Bajtín, la Escuela de Praga, la Escuela de Fráncfort, el marxismo, el psicoanálisis freudiano y lacaniano, el estructuralismo, la estética de la recepción, el posestructuralismo, incluyendo una serie de clases dedicadas a la lectura pormenorizada de un texto de Derrida (¡en 1985!). Es el curso de Ludmer —y no el de Piglia— el que sin dudas resultó fundamental a la hora de consolidar la teoría literaria como materia y como disciplina. Y sin embargo hay algo de la teoría, entendida como exceso y conjetura, como juego y goce, como “delirio” y “ficción teórica” que aparece en las clases de Piglia: Piglia está hablando de Saer, de Walsh o de Puig, caracteriza las poéticas vanguardistas de estos tres autores (el objetivo declarado de su seminario) y de pronto, de manera inesperada, formula una teoría —a veces brillante— sobre la forma en que modificaciones técnicas como el uso de la máquina de escribir o el grabador afectan el proceso de escritura, sobre la experiencia de la fatiga en los museos, sobre la importancia de los finales en las novelas, sobre el modo en que el futuro es tematizado en la política argentina. ¿Por qué sucede esto? En parte, sin dudas, se debe a las características diferentes de los cursos. El de Ludmer es un curso introductorio, lo que la obliga —al menos según una concepción enciclopédica de los estudios universitarios— a un recorrido panorámico por todas las teorías previas, con la particularidad de que su programa no se rige ni por la cronología de las “escuelas” ni por los grandes nombres (lo que los formalistas rusos llamaban la “historia de los generales”), sino que parte de una serie de núcleos problemáticos (la especificidad, la interpretación, la práctica literaria) para a partir de allí recorrer las teorías mostrando en cada caso los conceptos y operaciones fundamentales, pero también las “zonas ciegas”. El de Piglia, en cambio, es un seminario para estudiantes avanzados y por eso puede asumir más temas como “ya sabidos”, lo que le permite “jugar” más en las clases. Pero es posible que haya otra razón, y que haya que buscarla en sus diagnósticos divergentes respecto a la relación de la cultura argentina con “el resto del mundo”. Ludmer ubica su seminario en el marco de una situación de atraso y de interrupción, producto de la reciente dictadura: “Nosotros estamos acá en Argentina, carecemos de un montón de material, no podemos de ningún modo ponernos en la discusión internacional […]; nuestra comunidad disciplinaria o es ínfima o está constantemente perturbada por avatares políticos”. Según este diagnóstico, es necesario recuperar el tiempo perdido, tomar conocimiento de los debates teóricos contemporáneos para recién entonces poder refundar un espacio de producción teórica propia. A ese programa responde el modo, por momentos frenético, en que se recorren las diferentes teorías en el curso. Piglia, por el contrario, afirmaba confiado que “por fin” (y gracias a Borges) la literatura argentina ya no estaba “en una relación asincrónica o de desajuste respecto del estado de la narrativa en cualquier otra lengua” (y más adelante insistía: “tenemos la suerte de haber resuelto la asincronía porque en otras literaturas nacionales de América Latina eso no es tan claro”). Así, mientras el optimismo de Piglia —acaso infundado, pero no es eso lo que importa ahora— lo autorizaba a formular conjeturas no sólo sobre los autores argentinos objeto de su seminario sino también sobre las cuestiones teóricas más diversas y “universales”, el diagnóstico —seguramente más “realista”— de Ludmer acerca de nuestra situación de atraso nos destinaba a un trabajo de puesta al día potencialmente infinito.
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