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Promediando el colorido recorrido por la obra de Kazimir Malevich que la retrospectiva de Proa regala a los porteños, brilla con su luz opaca el “Cuadrado negro”, una de las obras más radicales del arte del siglo XX, todavía viva en su osadía anárquica. El camino hacia ese despojamiento extremo se ilustra en las primeras salas. Después de un pasaje autodidacta por los ismos europeos del arte moderno, Malevich intenta una reducción aún más esencial, la destrucción de la representación mimética y cualquier atisbo de contenido concreto. Contra toda transparencia del lenguaje pictórico, un simple cuadrado negro sobre un fondo blanco, ni siquiera perfecto, busca el grado cero de la pintura, su centro irreductible, la nada absoluta tangible en el plano, pura textura y superficie. Pero conviene detenerse en una gran foto que documenta la muestra de Petrogrado de 1915, “0.10. La última exposición futurista de pinturas”, en que las obras suprematistas de Malevich se exhibieron por primera vez, y sobre todo en un detalle: en una esquina de la sala, el “Cuadrado negro” corona el conjunto en lo alto, irónicamente dispuesta en el lugar que los hogares rusos reservaban a los íconos religiosos. Malevich no sólo atentaba contra la pintura, sino también contra la tradición cultural rusa y europea, contra todo apego sentimental a la cultura del pasado e incluso contra el museo, guardián innecesario del arte, sujeto al poder destructor del tiempo. Algo indestructible, sin embargo, estaba destinado a pervivir. “La imagen que sobrevive a la acción de la destrucción —concluye Boris Groys en una de sus muchas lecturas de la vanguardia rusa— es la imagen de la destrucción”. La bandera del anarquismo cuyos círculos Malevich frecuentó aun después de la Revolución de Octubre, especula incluso Groys, bien podría haber inspirado la negrura anárquica del “Cuadrado”. El destino paradojal de esa audacia se intuye, aunque no se hace explícito, en las últimas salas de la muestra de Proa. En la Rusia posrevolucionaria, el ímpetu destructivo de la vanguardia cambia obligadamente de signo y el arte de Malevich, quizás como una forma de autoexclusión, “se deja infectar por el virus de la figuración” y más tarde, empujado por la censura durante el período soviético, por “el virus del realismo socialista”. Del espíritu radical del “Cuadrado negro” (exiliado de los museos rusos hasta los ochenta), quedan apenas huellas difusas en sus últimos retratos de los treinta, pastiches renacentistas de campesinas y trabajadores rusos. Con un último eco del ideario formalista, los colores vibrantes y algunos detalles geométricos del suprematismo extrañan la pintura con cierta distancia irónica, y un minúsculo cuadrado negro en el lugar de la firma oficia de memento de la gesta destructiva.
En los ochenta, sin embargo, un par de artistas pioneros del arte de instalación recuperan por otras vías (el argumento completo puede leerse en los ensayos de Groys) el ímpetu anárquico del “Cuadrado negro”, la búsqueda del grado cero y la batalla contra el museo, potenciada por otra desaparición. En “El hombre que voló al espacio desde su apartamento”, la primera instalación de Ilya Kabakov en Moscú (1985) y sobre todo en “10 personajes” (1988), departamentos comunales abandonados de artistas no oficiales (irónicamente distanciados y a la vez alter egos del propio Kabakov) expanden el proceso de reducción de Malevich y funcionan como metáfora crítica del museo: en los espacios abandonados no sólo desaparecen las imágenes y las cosas, sino también el artista que las creó. Lo único que queda del artista es la escena de su desaparición y es allí, parece decir Kabakov, donde se revela el contexto del arte, no ya la convivencia artificial de los artistas en el museo, sino el contexto económico, social y político de la vida real.
Pero a la realidad, ya se sabe, le gustan las simetrías y los leves anacronismos. A un siglo casi exacto del “Cuadrado negro”, el ímpetu de reducción del arte, destrucción del museo y desaparición del artista que inspiró Malevich renace en su versión bufa en el Museo Guggenheim de Nueva York. La nada absoluta es esta vez un inodoro dorado, obra del italiano Maurizio Cattelan, sólo que la ironía del “Cuadrado”, dispuesto en el “rincón rojo” de los íconos sagrados, se multiplica con ingentes cuotas de humor y provocación dadá en el rincón más profano del museo, uno de sus minúsculos retretes. No es un inodoro dorado, en realidad, sino una copia perfecta en oro macizo 18 kilates del modelo estándar de los inodoros del Guggenheim, perfectamente funcional, que el público puede usar a voluntad. Extremando la reducción al arte sin arte del urinario de Duchamp y la provocación de “Mierda de artista” de Piero Manzoni, Cattelan, insigne Barón de Münchhausen del arte contemporáneo, corporiza esas metáforas estéticas escatológicas (en el doble sentido coprológico y final) y al mismo tiempo las desmaterializa en una soberana nada irrisoria, puramente conceptual. Si al ready-made de Duchamp le cabía al menos la elección del objeto —el mingitorio, la pala o la rueda de bicicleta— y su irrupción en el espacio cultual del museo, se trata aquí del mismo inodoro Kohler de los retretes del Guggenheim que, en su versión dorada, fabricada por un artesano italiano, reemplaza al original, ocupa su lugar prosaico y realiza su perentoria función. Del artista sólo queda una huella inmaterial en la transmutación áurea y, por supuesto, en el título de la obra, vórtice de la irrisión: “América”.
Desde que a falta de ideas para su primera muestra individual cerró una galería con un cartel en la puerta que decía Torno súbito (Vuelvo enseguida) y más tarde intentó mostrar como propias las obras de una galería vecina bajo el título de Another Fucking Readymade, hasta sus célebres figuras hiperrealistas del papa Juan Pablo II derribado por un meteorito (“La nona hora”) o el pequeño Hitler orando arrodillado de espaldas (“Him”), toda la obra de Cattelan (autodidacta nacido en Padua en 1960, hijo de un camionero y una mujer de la limpieza) es una escalada de estafas, desapariciones y dardos provocadores a las instituciones artísticas, que la voracidad obscena del mercado del arte contemporáneo engulló y premió con un meteórico aumento en las cifras de las subastas (“Him” alcanzó este año el récord de doce millones de dólares). Pero en 2011, después de Todo, la extraordinaria retrospectiva del Guggenheim en la que “colgó” su obra casi completa en la rotonda del museo (128 obras literalmente “ahorcadas”, tendidas como la ropa en el vano de la espiral), Cattelan anunció su retiro del mundo del arte con una única excepción, el venero de imágenes provocadoras que sigue publicando en Toilet Paper, la revista que edita junto con Pierpaolo Ferrari. Cinco años más tarde, con un guiño al nombre de la revista, vuelve furtivamente al museo de la despedida para perpetrar su más completa irrisión.
Que el arte contemporáneo se ha convertido en moneda alternativa del mercado financiero y la crítica institucional ha sido domesticada por la aplanadora neoliberal no es ninguna novedad. Las instituciones del arte resisten los embates más anárquicos y los traducen en lucro y espectáculo. Aun así, da gusto ver el Guggenheim albergando con falso aplomo la bufonada de Cattelan con tal de aumentar el número de visitantes y cosechar los réditos. Basta ver el texto que acompaña la obra para comprobar los alcances de su escarnio. Todo se vuelve desternillantemente absurdo confrontado con el objeto en cuestión y se adivinan las carcajadas del italiano, desaparecido en acción: la calificación de la pieza como obra “site-specific” e “interactiva”, por caso, considerando la naturaleza del “site” y, sobre todo, de la “interacción”; la descripción de la experiencia como de “una intimidad sin precedentes con una obra de arte”; la tarea de la “instalación”, confiada a un eximio plomero, y los rituales de la “conservación”, endilgados al personal de limpieza, que repasa la obra con paños especiales cada quince minutos y periódicos baños de vapor. Pero descuellan en el ridículo los afanes hermenéuticos de los curadores, que no dejan de advertir en la obra “un guiño a los excesos del mercado” pero, amparándose en otra chanza de Cattelan (“arte del 1% para el 99%”), elevan sus valores transcendentes, adjudicándole al inodoro una evocación “del Sueño Americano de oportunidad para todos” y de “las ineludibles realidades físicas de nuestra compartida humanidad”. Viene a la mente la muletilla que Donald Trump repitió hasta el cansancio en los debates presidenciales: “Gimme a break!”. (Prestigiosos representantes del jet-set curatorial… “¡por favor…!”). Nada se dice de la sinécdoque del título, “América”, pero en tiempos en que el multimillonario candidato republicano aspira con no pocas chances a la presidencia de Estados Unidos, tampoco hace demasiada falta. Para completar el dislate sólo faltaría incluir la obra en los kits educativos del museo, con “actividades sugeridas” para los colegiales.
Las instituciones, con todo, son sólo un vértice del triángulo del arte y tampoco el público, adocenado por el consumo gregario del arte como espectáculo, alegremente disciplinado por los rituales mecánicos de las redes sociales, sale indemne de la payasada. Ahí están, haciendo un par de horas de cola (la más larga que hayan hecho jamás con esos fines) para evacuar en el trono dorado y, sobre todo, sacarse la infaltable selfie y “compartir” la experiencia íntima con sus amistades, que saludarán con un “Me gusta” o incluso con un “Me encanta” el autorretrato en el retrete, todos entrampados en el espejo convexo de la farsa.
En sintonía con la sorna de Cattelan, hay quien dijo que la visión de la taza, centelleante de reflejos dorados durante la descarga, se acerca quizás a la experiencia de un “sublime posmoderno”. Si el sentimiento de lo sublime se define por un desarreglo sensible, un placer mezclado con un pesar, un absoluto que excede la imaginación y no encuentra una representación eficaz, puede que la observación resulte menos irónica de lo que parece y que la obra del inefable Cattelan, así estamos, sea el atisbo de un límite, el cáustico “Cuadrado negro” de nuestro tiempo. Pero quedan esperanzas. El arte sobrevive en la imagen de la destrucción.
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