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El diccionario de Cohen

DISCUSIÓNESPECIAL

No es nada fácil hablar de una obra con la que uno está en diálogo desde hace treinta años. Primera sorpresa: ahora me doy cuenta de que la literatura de Marcelo, sus libros, son en mi historia como lector mi entusiasmo más persistente y duradero. Ningún otro escritor o escritora, músico, director, artista o ensayista de los cientos que pensé y disfruté y con los que me obsesioné o marcaron etapas logró mantener la riqueza en el diálogo y el descubrimiento permanente como Marcelo y el universo vasto y maravilloso de muchísimas palabras que nos dejó.

Arranco con una nota personal. Tuve la suerte de que mi vida se fuera arrimando a la de Marcelo de distintas maneras: primero como lector que se acercó a conocerlo, después como colaborador de la revista Otra Parte, como asistente suyo en un proyecto editorial, con los años ya como amigo e incluso editor. Siempre lo pensé como un maestro (y como buen maestro marcó mi camino de manera muy significativa), pero también quiero decir que para mí fue como un padre postizo, alguien que está cerca, acompaña, aconseja, comparte, confía más en uno de lo que uno está preparado para confiar, sabe esperarte y (ahora lo sé con total claridad) fija en la memoria de uno frases y gestos cuya sabiduría o ternura se van revelando sólo con el tiempo.

Por supuesto que todo este diálogo cercano y privilegiado que tuve con él me enriqueció de muchas maneras, pero no termina de explicar el entusiasmo persistente y duradero que siempre nace de la lectura de sus libros. La pregunta que me hago es por qué tanto entusiasmo, aunque no creo poder responderla como debiera.

Hay un montón de maneras de abordar la obra de Cohen. El último gran renovador del fantástico rioplatense. El que reformuló la ciencia ficción —quizás el género secretamente más importante del siglo XX— desde una distancia crítica y latinoamericana, reactualizando las utopías humanas y las distopías de la civilización. Una narrativa muy arraigada en la tradición local en la que confluyen una enorme cantidad de tradiciones y saberes de todas partes y de todas las épocas, algo menos común de lo que se piensa en nuestra literatura ensimismada. El pensador político y su pregunta constante por lo religioso y lo espiritual. El ser, el yo como dispositivo, el cuerpo, la enigmática conciencia, las complejidades del tejido social, los modos de vivir juntos, los muchos otros. El fabulista que se proponía contar historias nuevas, algo que iba de la mano con el ejercicio de los géneros narrativos, por una parte, y por otra con su desconfianza del lugar común en todas sus formas. Todos los puentes que construía, desde la ficción misma, con el resto de las disciplinas artísticas. La literatura menos como experimento que como juego. La técnica literaria como metafísica. Y podría seguir enumerando.

Pero quiero concentrarme en un aspecto que considero el más importante y el que los funda a todos: la lengua.

Si empezamos por lo más simple, la reunión de dos o más palabras en una combinación inesperada y feliz, alumbradora, que causa alegría en el lector. La literatura de Marcelo está toda hecha de esas alegrías. Y si algo verdaderamente distingue a su lengua en su efervescencia, profusión y proliferación, es la impresionante cantidad de palabras a las que recurre para tallar sus frases y construir sus ficciones. Es como si Marcelo conociera todas las palabras, por dentro y por fuera, del derecho y del revés. Las palabras de los diccionarios de nuestro castellano en sus variantes, las de la calle, las de las jergas especializadas de saberes técnicos y profesionales, más alguna que otra antigua o en desuso que le gustaba desempolvar, más las de diccionarios de otras lenguas, que a veces combinaba con las nuestras para acuñar neologismos, más las palabras totalmente nuevas que se dio el gusto de inventar en el ciclo del Delta Panorámico para jugar a que iba creando un idioma común, cómplice, con el lector.

¿Qué dice del Marcelo escritor ese amor por las palabras, un amor respetuoso con la lengua pero audaz e imaginativo, grácil y elegante pero fresco y juguetón? La amistad que Marcelo tenía con las palabras era un don, casi un superpoder, y por eso sabía usarlas todas, y ponerlas juntas, y transformarlas para ver qué pasaba. Transportadas en sus músicas rítmicas y sintácticas, enlazadas por sonoridades, roces y correspondencias —todo lo cual le da a su estilo vuelo, movimiento y expresividad—, las palabras de Marcelo nunca se ensimisman ni muerden la cola ni pedalean en el vacío del decir, sino que intentan recrear la existencia en su frondosa y variopinta riqueza. Un vaso, un animal, una flor, una bola de pelusa, un sistema de pensamiento, una emoción inusual, un gesto del cuerpo, una idea, un artefacto, una religión.

Para mí, ese amor de Marcelo por las palabras era amor por la vida, y por la vida que hay en el mundo, que él celebraba nombrando y asociando y reuniendo y recombinando en un gran festejo de abundancia y derroche. Esa celebración permanente, que no excluía el dolor, la enfermedad, el espanto, el desconcierto ni los mecanismos de sujeción y sometimiento, es lo que lo convierte en un escritor tan gozoso. Una celebración que también se traduce en historias, descripciones, especulaciones, reflexiones, observaciones, percepciones, modos del ser y de la acción, que busca darle espacio en su universo inventado a lo tangible e intangible, a lo real y lo imaginario, a todo aquello que forma parte de estar vivo en este mundo misterioso. Por eso su literatura es tan exigente como generosa y estimulante, porque es una literatura profundamente vitalista. Dicho por él mismo: “La realidad era una riqueza imponderable, con sus pedruscos, sus hojas caídas, sus brotes nuevos, sus residuos, sus gemas; sus gomas podridas, sus agujas desechadas y sus torrentes de primavera, sus peces viejos y sus cardúmenes de alevines; con sus relojes, sus sillones, sus libros, sus lapiceres, sus probetas, sus magnolias, sus montañas, sus lombrices, sus ciudades vistas desde el aire o desde el centro del río, sus escaramujos, sus ojos verdes o negros, sus leptones. No era inefable, no no; no se terminaba de decirla nunca. La realidad era variadísima, mucho más que el diccionario, y tan compleja que lo único que cabía era celebrarla. En cada momento”.

Siempre me pregunté qué quería decir Marcelo en las entrevistas cuando hablaba de escribir para expandir la conciencia. Ahora pienso que, para empezar, se refería a la suya propia. Pero si me acuerdo del lector que fui y que lo leyó por primera vez a los veinte años, en ese anhelo tan grande que tenía por pensar, sentir, dudar, reír, hacerme preguntas, mirar mejor, cuestionarme y cuestionar, en fin, por vivir y aprender a vivir, creo que entiendo a qué podía referirse. Ni hablar, que entiendo mi entusiasmo y mi agradecimiento.

 

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