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En el último mes, la ciudad de Nueva York ha abierto sus brazos a un inmigrante que tardó más de medio siglo en llegar a esos pagos. La versión inglesa de Zama, de Antonio Di Benedetto, fue objeto de largas y detalladas reseñas en el New York Review of Books y el New Yorker, un nivel de cobertura casi insólito para un escritor latinoamericano poco conocido, si bien importante, en los últimos tiempos. Y no ahorraban elogios. La primera, escrita por el premio nobel J. M. Coetzee, llevaba el título admonitorio “Un gran escritor que deberíamos conocer”, mientras que la segunda, a cargo del escritor norteamericano Benjamin Kunkel, se preguntaba sencillamente: “¿Es posible que la Gran Novela Americana haya sido escrita por un argentino?”.
Todo eso debería ser motivo de festejo para cualquier persona interesada en las letras argentinas, o latinoamericanas, o hasta globales. Pero varios reparos son posibles.
Para empezar, cuando uno lee este tipo de introducción anglosajona a una literatura extranjera es bastante común pensar en guías turísticas como la Lonely Planet, o la Rough Guide. Las generalizaciones y simplificaciones son casi inevitables; como hay que dar mucha información y explicar el contexto antes de entrar en la materia literaria, es lógico que se pierdan algunos matices en el camino. En este caso, la cuestión se complica más aún por la vida fascinante pero trágica de Di Benedetto y por el hecho de que los dos críticos, en vez de concentrarse en Zama, quieran también abarcar toda la obra del escritor. Hay mucho que decir en poco tiempo, y ninguno de los dos ha dedicado una vida a estudiar la literatura argentina: sólo quieren promover a un escritor que admiran. Pero aun así. Aun así…
El más problemático de los dos artículos es el de Coetzee, que parece escrito en una especie de piloto automático literario, deambulando de manera somnolienta de una generalización a otra. El peor momento sigue a su declaración de que la influencia más importante para Di Benedetto fue Borges; entonces encontramos la siguiente frase horripilante: “Con otros dos escritores colegas asociados con la revista Sur, Borges editó una Antología de literatura fantástica”. Más allá de toda especulación sobre cómo el gran escritor sudafricano organiza su biblioteca (“colega a”, “colega b”, etc.), es increíble que este desliz haya sobrevivido el proceso de corrección, sobre todo porque Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo están editados por el mismo sello que publica Zama y la revista New York Review of Books.
El artículo de Kunkel resulta menos burdo. Y es interesante ver cómo contradice a Coetzee en relación con cómo influyeron los existencialistas europeos en Di Benedetto. Pero lo que más me llamó la atención son las coincidencias en los dos ensayos. Ambos subrayan la distancia entre Mendoza y Buenos Aires y lamentan lo que podríamos llamar el porteño-centrismo de la literatura argentina (¿y Nueva York en los Estados Unidos?, ¿y Londres en el Reino Unido?), insistiendo en el bajo perfil, o hasta en el olvido, de Di Benedetto en la Argentina, algo debatible (quizás la discusión se centra en hasta qué punto un escritor de culto se puede describir como olvidado, o en una confusión entre el éxito profesional y literario). Más intrigante aún es que los dos críticos hacen fuertes comparaciones entre Di Benedetto y Samuel Beckett, afirmación no muy obvia y, por lo menos para mí, no del todo convincente.
La fuente para estas y otras observaciones es el prólogo para la edición inglesa de Zama, escrito por la profesora y traductora Esther Allen, y he aquí a lo que me refiero con el terrible poder del traductor. Volviendo a la analogía de guías turísticas, es común en estos casos que se elija una “guía principal”, un promotor que se encargue de presentar al escritor extranjero a un nuevo público. Muchas veces esa persona es el traductor, quien, además de traducir el libro o los libros, probablemente fue la persona que originalmente contactó a la editorial, organizó los subsidios disponibles y hasta sugirió a los escritores y críticos competentes para reseñar el texto. Lo que me fascina, y me perturba a la vez, es el grado en que ese personaje puede definir la imagen y reputación de un escritor en traducción. No siempre es un traductor: un ejemplo que sirve de advertencia se ve en la acogida calurosa pero plagada de fantasías beatnik que el norteamericano Jonathan Lethem dio a Roberto Bolaño. Todavía hoy una gran parte de los admiradores estadounidenses del escritor chileno creen que fue adicto a la heroína, o alcohólico, u otra cosa apropiadamente excitante. Otro ejemplo sería la experiencia entre el traductor Norman Di Giovanni y Borges; hay que preguntar hasta qué punto la heredera de Borges quedó traumatizada por las maquinaciones financieras del primero, y qué efecto eso habrá tenido en su posterior, digamos, ferviente manejo de sus derechos literarios.
En el caso de Zama, y de Di Benedetto en general, la guía principal es Esther Allen, y su herramienta fundamental ha sido, como hemos visto, el prólogo al libro que tradujo. Se trata de un texto simpático que comunica bien tanto el entusiasmo que Allen siente por Di Benedetto como mucha información útil para el lector. Sin embargo, también contiene algunas afirmaciones un poco insustanciales. Por ejemplo, como evidencia del perfil bajo de Di Benedetto en la Argentina, Allen presenta el índice del libro Borges, los diarios de Bioy Casares. Aparentemente Di Benedetto no figura en él. Si hubiese leído este magnífico libro en vez de escanear el índice, sabría que si había algo que aquellos dos gruñones queribles despreciaban, era la escena literaria contemporánea. Y con respecto a Beckett, es obvio que Allen lo admira mucho, tanto como a Di Benedetto, pero no sé si eso es suficiente para afirmar un vínculo. Sin embargo, mi intención aquí no es tanto corregir el prólogo de Allen, o los artículos mencionados arriba, como llamar la atención sobre el proceso por el que algunas opiniones más o menos inocentes expresadas por el personaje clave del traductor pueden pasar a ser tomadas como hechos irrefutables en el nuevo ambiente.
Por supuesto, la otra manera en que un traductor puede influenciar en la recepción crítica y comercial de un escritor es con su traducción. Coetzee describe el trabajo de Allen en Zama como “excelente”; Kunkel, un poco más reservado, como “sensible”. Yo no lo encuentro muy bueno. Demasiadas veces deja que el castellano dicte las formas y fraseos, produciendo un efecto leve pero discernible de spanglish. “Ah”, dirán, “pero Zama suena raro en castellano también”. Mi respuesta es que la traductora tendría que haber encontrado una manera completamente nueva de hacer que el inglés suene raro.
Lo importante de notar es que muchas veces las traducciones se elogian irreflexivamente; el mero hecho de ser legibles parece ser suficiente. Tim Parks ha hablado de este fenómeno, además de en el New York Review of Books, en varias columnas en las que examina traducciones muy elogiadas, muchas veces encontrando deficiencias bastante flagrantes. ¿Y quién tiene la culpa de una mala traducción? En su mayor parte el traductor la tiene, pero también el editor. Sin duda es un trabajo horrible corregir una mala traducción, pero se puede hacer a fin de evitar los textos malos, o deficientes, que aparecen por razones completamente ajenas a los traductores mismos. A veces no hay química entre el traductor y el texto original; a veces no hay tiempo suficiente para producir algo logrado; hay cada vez menos editores en las editoriales y cada vez se dedica menos tiempo al proceso de corrección; el autor, o hasta su agente, pueden ser intransigentes (en este sentido, el que sepa un poco de la lengua a la que se lo traduce puede ser muy peligroso).
Sin embargo, el destino más probable de una mala traducción no es recibir elogios inmerecidos, sino sencillamente ser ignorada. El mismo impulso irreflexivo que lleva a críticos a proteger traducciones y a promover escritores originales también los hace descartar muchos libros valiosos simplemente porque una reseña honesta tendría que abogar por una nueva traducción, algo que solo puede causar vergüenza a todos los involucrados y que, además, nunca va a pasar. Sé casi a ciencia cierta que esta es la situación de por lo menos una docena de escritores argentinos prestigiosos en este momento. Creo que la traducción de Allen de Zama va a prosperar: no es tan mala y su trabajo de promoción ha sido admirable, pero no es el caso de muchos escritores para quienes el principio de cave traductem es algo que siempre deberían tener presente.
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