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¿Nos queda tiempo? La pandemia nos dio la posibilidad de volver a hacernos esa pregunta. Literalmente y en todos los sentidos. “¿Nos queda tiempo?” puede querer decir ¿hay un futuro (para nosotros)? ¿Habrá un tiempo del después-de-la-pandemia? ¿Tendrá lugar lo que nos apresuramos a llamar “pospandemia” o “nueva normalidad” (mi hijo de cinco años prefiere hacer planes para cuando llegue la “descuarentena”)? Como si con sólo nombrarla pudiéramos asegurarnos su advenimiento…
“¿Nos queda tiempo?” también puede querer decir ¿tenemos todavía chances de cambiar el rumbo y evitar el apocalipsis? Un interrogante que plantean quienes subrayan la responsabilidad que los humanos tendríamos en el desencadenamiento de esto que sucede y que, pasada la sorpresa inicial, no podríamos seguir considerando un “acontecimiento inesperado”, dado que no sólo fue consecuencia de nuestro accionar descuidado sobre el planeta y los otros seres vivos con los que nos ha tocado en suerte compartirlo, sino que fue anunciado por numerosos especialistas (que no hayamos querido escucharlos es otra cosa).
La idea de que este inmenso desbarajuste planetario fue causado por nosotros resulta inquietante (tiene, diría Borges, “el encanto de lo patético”). También presenta la ventaja de dotar de sentido a los acontecimientos, volviéndolos inteligibles. La alternativa —afirmar la fría crueldad despiadada del acontecimiento— no parece más reconfortante. Nos sitúa en un horizonte de contingencia desde el cual pensar cómo queremos comportarnos de aquí en más, en el tiempo que resta, sin la coartada de los fundamentos, las causas y los efectos (“debemos hacer esto y hacerlo ya, porque si no va a pasar esto otro”). Acaso no sepamos qué va a pasar, pero podemos decidir cómo comportarnos, con nosotros y con otros, humanos y no humanos, en ese marco de incertidumbre. Se trata menos de responder ante una demanda moral urgente y necesaria que de tomar una decisión ética-estética, de dar un salto: cómo queremos vivir el tiempo que nos queda. Esto introduce una perspectiva que no llamaría de esperanza, pero sí de ¿posible? alegría. Lo señalo después de leer el artículo publicado hace unas semanas por Graciela Speranza en esta revista. Así comienza su intervención: “Con una urgencia que en algún momento volvió superfluo casi todo lo demás, llevo años tratando de hacer visible la invisibilidad resistente de dos amenazas que nublan el futuro de la humanidad: la inminencia cada vez más clara de un final acelerado por el maltrato suicida al planeta y la inmersión cada vez más alarmante en un mundo digitalmente administrado”. Comparto estas preocupaciones y también su reacción airada ante el modo en que un sector de nuestra sociedad minimiza la pandemia y naturaliza sus desastres. Al mismo tiempo, me incomoda su tono apremiante, quisiera poder responderle que la situación no es tan grave después de todo, pero la verdad es que no lo sé. Leyendo su artículo recordé otra intervención suya (“Elogio de la delicadeza”, Otra Parte N° 5, otoño 2005), en la que Graciela, con ironía no exenta de aprecio, comentaba críticamente una de las últimas intervenciones urgentes de David Viñas (“Si me apuran, Walsh es mejor que Borges”), preguntándose y preguntándonos: “¿Quién querría apurarlo? ¿Para qué apurarse? ‘Apurar a alguien’, precisamente, o ‘dejarse apurar’, son expresiones muy nuestras, enemigas de lo Neutro”. ¿Y quién o qué nos apura ahora?, me permito preguntar, con plena conciencia de los peligros inminentes que enfrentamos. Lo cierto es que ya antes de la pandemia vivíamos un acelerado tiempo sin tiempo, acostumbrados a la presión constante de la competencia generalizada y la sobreexcitación sensorial. “¿Nos queda tiempo?” podría entonces querer decir finalmente: ¿hemos recuperado el tiempo? ¿Podría ser esta una oportunidad —acaso la última— para ir en busca del tiempo perdido, no en el sentido de “ganar tiempo” sino en el de establecer una relación renovada con nuestro ser-en-el-tiempo? Nadie podría dudar de que las amenazas que señala Graciela pintan de tonos oscuros el porvenir de lo humano, pero creo que difícilmente podamos alojarlas en una reflexión que abra caminos hacia otros destinos posibles si lo hacemos regidos por una ética de la respuesta urgente, teniendo en cuenta que la temporalidad apremiante de la intervención y el dominio como únicos modos de concebir nuestra relación con el mundo fue parte de lo que nos condujo a la situación actual.
Durante las últimas semanas, mientras leía Lo viral, el nuevo libro de Jorge Carrión publicado por Galaxia Gutenberg en julio y llegado hace poco a estas tierras, recordé los apresurados ejercicios de futurología teórica de Žižek, Agamben, Han y otros, apenas iniciada la pandemia, en lo que hoy parece ya otra época. Altas dosis de ansiedad se dejaban entrever en la inminencia con la que estos popes del pensamiento crítico salían a propinar respuestas ante lo inesperado. Respuestas que, oh casualidad, no hacían sino confirmar lo que cada uno de ellos ya había pensado previamente. Pero otra disposición posible para entrar en relación con lo que estaba pasando se esbozaba en algunos textos escritos también bajo la incertidumbre de los primeros días. Entre ellos, uno particularmente conmovedor era la “Crónica de la psicodeflación”, en la que Franco Bifo Berardi advertía sobre la posibilidad de que el virus hubiera logrado lo imposible: detener la máquina, ralentizar sus movimientos: “La ansiedad de mantener unido al mundo que mantenía unido al mundo se ha disuelto”. Dentro de ese primer conjunto de respuestas ante el covid-19, que circularon rápidamente en la compilación Sopa de Wuhan, el texto de Bifo avanzaba tentativamente haciendo preguntas para las que no tenía respuesta inmediata (“Dicen que la primavera matará al virus, pero por el contrario podría exaltarlo. No sabemos nada al respecto, ¿cómo podemos saber qué temperatura prefiere?”). La forma adoptada para este tono conjetural era la del diario o la crónica; entradas fechadas que iban desde el 21 de febrero hasta el 13 de marzo. En las derivas del diario, alternando con reflexiones de índole conceptual y política, Bifo permitía la irrupción de una intimidad en apariencia irrelevante para sus argumentos pero que aportaba una dimensión sensible, como cuando registraba la decisión de cancelar una reunión familiar ante la amenaza del contagio y al pasar recordaba que, casi hasta el final de la vida de su madre, sus hermanos y él, todos sexagenarios, habían continuado yendo a almorzar regularmente con ella, sentándose a la mesa en los lugares de siempre. Una instantánea familiar italiana que de pronto relampagueaba iluminada por el peligro de su desaparición.
Lo viral de Carrión se inscribe en este conjunto de textos que, con tonos y estrategias diversas, se proponen arrojar luz “en estos tiempos turbios”. Carrión apuesta a mantener la equidistancia entre la formulación conceptual (en la estela de Žižek, Agamben y otros) y el registro en tiempo presente de experiencias singulares más propias del diario (la opción Bifo). Escribir un diario, sí, pero desplazarlo, enrarecerlo con diversos procedimientos de ficcionalización —su modelo son los híper editados Diarios de Piglia—, evitando todo efecto de verosimilitud y cortando de cuajo todo atisbo de identificación imaginaria (casi no hay registro de su vida íntima o cotidiana; los que gustamos de espiar las vidas ajenas sentimos un poco esa austeridad). “Si el género natural de estos tiempos es el diario íntimo, este texto, por supuesto, no lo será. No creo que tenga género, pero se podría definir como un antidiario de no ficción, un informe, una sucesión de preguntas, un diario fake o una reconstrucción. Porque la literatura será artificial o no será”. Esa exhibición del artificio se da desde la primera entrada, fechada el 17 de noviembre de 2019 pero escrita cuatro o cinco meses después: “Por la mañana un virus desconocido entra en el cuerpo de un hombre de 55 años cuyo nombre también desconocemos. Por la tarde empieza el siglo XXI”. Contra todo efecto de realidad, este inicio nos sitúa en el terreno de un juego con el tiempo y con lo que podemos saber. El diarista escribe (después) como si ya supiera (antes). La suya es una retórica de la frase breve y asertiva que nuevamente recuerda a Piglia, un gesto que seduce de entrada, pero que luego despierta suspicacias: porque si en noviembre del año pasado no podíamos saber eso, en mayo de 2020, cuando Carrión terminaba este libro, o ahora mismo, ¿sí sabríamos cuándo habrá comenzado el siglo XXI? Alguien podría decir “bueno, se trata de ensayar respuestas en tiempo presente”. Es cierto. Pero ¿hay que responder? ¿El escritor debe reaccionar rápido cuando lo que está en juego es el futuro de la humanidad, del mundo, del cosmopolitismo, de la democracia, de la literatura, del lector? ¿O debería poder tomar distancia frente a estas demandas, según una temporalidad y una lógica absolutamente heterogéneas?
El libro ensaya una respuesta: hablar de la actualidad de manera sesgada. Porque el virus en Lo viral es el coronavirus, claro, pero también las fake news y las series, la digitalización del mundo y del marketing, la viralización de Objetos Culturales Vagamente Identificados (memes, apps, listas de reproducción, etcétera) y el triunfo de influencers, youtubers e instagrammers. Carrión retoma las preocupaciones de Contra Amazon (2019) y vuelve a sumergirse y sumergirnos en el torbellino de cifras apabullantes del capitalismo de plataformas. Se trata de conocer y entender mejor nuestra época, un paso necesario para poder criticarla. Pero ¿qué pasa cuando los datos que se requieren para eso son tantos y tan proliferantes que deberíamos dedicar una parte importante de nuestro tiempo a informarnos y actualizarnos para estar a la altura de semejante exigencia? ¿Es necesario hundirse a fondo en el capitalismo tecnológico para poder salir de él como postula el aceleracionismo? ¿O todavía es posible bajarse del caballo, entregarse a la psicodeflación y recorrer a paso lento caminos en el bosque, abriendo senderos para el retiro, la desconexión, la desistencia, el preferiría-no-hacerlo? Es probable que esta sea una las grandes preguntas con las que nos confronta la época, e intervenciones como las de Carrión, Berardi y Speranza tienen el mérito de poner el dedo en la llaga.
Imagen: Eduardo Navarro, Poema volcánico. Viaje al cráter activo del Volcán Guagua Pichincha, Quito, Ecuador, 2014, fotografía de Paul Navarrete.
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