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La pelea por un lugar en el cielo

DISCUSIÓN

Parece ser que, en desmedro de la formidable pero despaciosa Better Call Saul, que también va a tener sus fans, la serie de televisión más deglutida del momento allí donde llegue es House of Cards. Una razón es que la tercera temporada se mueve en yunta con el presente más periodístico: ya no se centra en las canallescas, agotadoras maniobras de Frank Underwood para hacerse con el Despacho Oval, porque eso lo consiguió, sino en efectivos nudos de política interna y mundial —todos tan reconocibles y cercanos como el Putin figurado en el personaje del infame Petrov— que tiene que desatar el presidente del país más poderoso si quiere conservar el poder; y en cómo la magnitud de lo que está en juego para algo más grande que él ―la reactivación del trabajo, la paz en Cercano Oriente y en el mundo, la decisión sobre bombardeos, las negociaciones con la plutocracia― lleva a un calculador inescrupuloso a persuadirse de que está haciendo patria y a fantasías de convicción, vehemencia y hasta responsabilidad. Pero hay más. Underwood es un muy mal bicho. Mata por mano propia o delegada, se deshace de los asesinos que lo asisten o les destroza la vida y traiciona a una mujer sin la que, dice, no habría llegado adonde está. Como es del Partido Demócrata, como algunas de sus medidas podrían ser acertadas, como él y su mujer se consienten aventuras extramaritales, la serie podría contribuir a precisar los términos del debate recurrente sobre praxis, pragmatismo, responsabilidad, acción política y moral privada ―siempre ruidoso y confuso, como a raíz de los asuntos Clinton-Lewinsky o, digámoslo ya, Nisman-sus amigas―. Pero en vez de encarar el asunto de lleno, House of Cards tiende a incentivar el gemido coral contra la sucia entraña de la política, a la vez que absuelve a los miembros del coro de revisar sus propias vilezas, porque al fin y al cabo el degenerado Frank tiene arranques de sentimiento, debilidades, su conocimiento del país que comanda, ideas de gestión, incluso de progreso y un cinismo rayano en la picardía. Underwood es tan absorbentemente humano que de repente el espectador, consustanciado de manera imprevista (gracias sin duda a Kevin Spacey), puede encontrarse deseando que le vaya bien. También a su esposa Claire, a despecho de ese bello semblante de látex que podría ser un misterioso acertijo si uno no sospechara que Robin Wright tiene un solo par de expresiones. En un pasaje, Claire pone en vereda a una impertinente embajadora israelí y le recuerda que su esposo Frank es lo que debe ser un líder del mundo: un valiente. No lo cree del todo, pero dentro de la empresa matrimonial de ascenso ilimitado, ella obtiene su rédito, el puesto de embajadora USA en las Naciones Unidas, para lo que se aviene a consentir los crímenes de su esposo, comprometer al país, dejarse humillar y arruinar a quien sea, aun a un hombre al que a su modo también ama. De Macbeth a Los Soprano hay una larga tradición de emprendimientos matrimoniales nocivos. Pero en vez de lavarse como loca la sangre espectral que siente en las manos, como Lady Macbeth, Claire tiene lapsus de remordimiento; si acaso, se desmaya cuando en una propagandística donación de sangre se siente vampirizada. El paciente amor que unos monjes tibetanos entregan a hacer un mandala con pigmentos, sólo para borrarlo cuando está terminado, reabre en Claire un desasosiego existencial, luego un canal sensible y restaura –sólo por un tiempo– la unión de un matrimonio afectado. ¿Cómo no identificarse con ellos?

Una de los atracciones de la serie son los comentarios de Underwood de cara a la cámara, mezcla de explicación de ardides, sarcasmos, rezongos y confesiones. En los dramas de Shakespeare el doblez se manifiesta en los apartes; la verdad, en los monólogos. Esta división es un instrumento de la ironía dramática, el procedimiento por el cual las palabras y las acciones de los personajes muestran la situación real, la distancia se amplía y el espectador puede pensar por su cuenta qué está pasando. La ironía dramática es un vehículo discreto de la intención del autor. No voy a decir que los guionistas de House of Cards no quieren que el espectador piense, pero mucho más les interesa atraparlo: reforzar el apego que una administración hábil del suspenso consigue de un público ya adicto a las series, sin gran distinción.

Puedo estar equivocándome. Caben otras lecturas.

House of Cards abreva en varias obras de Shakespeare, pero a la que más se parece es a Ricardo III, el paradigma de lo que se conoce como escalera del poder shakesperiana: un personaje aledaño al poder intriga, complota, simula, utiliza, seduce, deshonra y mata (Ricardo, entre otros, a sus dos sobrinos) para llegar peldaño a peldaño al trono, y cuando está arriba, por pánico a los que empiezan a subir ahora, sigue sembrando la calamidad para mantenerse; pero abusa de sus aliados, que lo abandonan y se confabulan con un rival, que complota, desbroza, lo combate, lo elimina y una vez en el poder, aun si antes fue honrado, ahora aplicará los mismos métodos. No sé si House of Cards va a calcar completo este esquema (hay otros en las tragedias de Shakespeare y a veces hasta se hace cierta justicia); me faltan dos capítulos y seguro que habrá que esperar a otra temporada. Entretanto, esta zona de la actualidad disparó una ristra de asociaciones.

En 2012 se encontraron en un parking de la ciudad de Leicester unos restos humanos del siglo XV. Después de estudiarlos, un equipo forense de antropólogos dictaminó que pertenecían a Ricardo III (1452-1485), último rey de la dinastía Plantagenet y derrocado por los Tudor en el episodio final de la Guerra de las Dos Rosas. Hace unos días (marzo de 2015), por decisión del Alto Tribunal de Londres, lo que queda de Ricardo fue sepultado en la catedral de Leicester, después de que el féretro, en un carruaje tirado por cuatro caballos negros, hiciese un largo recorrido por lugares históricos entre un gentío que le tiraba flores. Pompa, circunstancia, algarabía, orgullo, todo transmitido por la tele. No hay límite de recuperación de emblemas para los pueblos que gusten tener el pasado a mano en una vitrina con proyección al cielo. La prensa vaticina que el turismo de Leicester va a tener un alza sin precedentes.

El nihilista Shakespeare, que se apropiaba de datos históricos no muy fidedignos y vivía del teatro, también quería atrapar a su público; claro que se dejaba guiar por su ironía, su repugnancia al poder y su clarividencia poética. El Ricardo III de la obra, que empieza siendo duque de Gloucester, es un villano del teatro del mundo: esquinado, desleal, asesino de parientes, abusador de doncellas con una faceta verbal de atorrantito. Es jorobado, deforme y cojo; un resentido dispuesto a vengarse de lo que la naturaleza le infligió y conseguir lo que le negaron su apariencia y el desprecio de la nobleza feudal. Muere cuando intenta huir en la batalla donde debería mostrar una altura. La obra es bastante gruesa, pero desde el comienzo la infamia se declara grandiosamente, como para que nadie se aburra pero tampoco se deje engañar:“Yo, pues, en esta era débil y de paz aflautada / no tengo delicia con que pasar el tiempo / que no sea escudriñar mi sombra bajo el sol / y cantarle loas a mi deformidad propia. / Y por eso, ya que no puedo ser amante […] / he decidido probar que soy villano/ y que aborrezco los plácidos placeres de estos días. / Conspiraciones he urdido, indicios peligrosos / de ebrias profecías, libelos, pesadillas […]”. ¿No da ganas de seguir leyendo?

El patólogo forense que estudió los restos confirmó que, si bien no deforme de nacimiento, el Ricardo histórico tenía una fortísima escoliosis que podría haberlo encorvado y tullido. Llegó al trono por un camino sembrado de rivales muertos; los dos sobrinitos que puso en una celda desaparecieron, y sin duda fueron asesinados, aunque no se puede probar que por él. Como rey hizo cierta obra. Buena parte de los súbditos lo quería. Murió en la batalla de Bosworth, acorralado por las fuerzas de Enrique Tudor, después de combatir denodadamente, dice la tradición, pese a que su aliado el barón de Stanley se había pasado al enemigo.

La teatralización mediática y callejera del entierro de Ricardo III se vive como una vindicación apasionada contra la mancha que le estampó Shakespeare. Pero el entretenimiento de hoy no cala en la necesidad pública de estrellas de la misma manera que el teatro isabelino. Hace poco una encuesta de Reuter-Ipsos entre los seguidores de House of Cards indicó que Frank Underwood tiene un 57% de opinión favorable, frente a un 46% de Obama. No extraña tanto, visto que ya en 2013 el chistoso Obama había admitido cuánto le gusta la serie: “Este muchacho Frank está consiguiendo un montón de cosas”.

Tal vez Ricardo III no fue más brutal ni ruin que otros muchos reyes. Pero Shakespeare, que según Harold Bloom inventó la galería de caracteres con que hoy seguimos actuando la vida y nos cataloga la psicología, hizo de él un prototipo del deseo inescrupuloso de poder, una pieza de uno de esos engranajes de la historia cuyos loops subyacen a las reescrituras particulares de los historiadores y persisten. Visto a la luz de Shakespeare, se advierte que el mecanismo sigue funcionando por debajo de las ansiedades de la política en la era de la exposición inmediata. La ironía dramática es el antídoto contra la adherencia, la sujeción refleja, la emoción inducida, la devoción al ícono monumental. La versión marxista de Brecht se llamaba distanciamiento.

Y ahora recobremos algo más viejo. La palabra “catasterismo” designa la transformación de un personaje de la mitología griega (y alguno de otras religiones paganas) en estrella o constelación. En las Metamorfosis de Ovidio se cuentan montones de casos. El cielo estrellado de los griegos era un relator de mitos, un fresco de dioses, diosas y héroes y heroínas (Orión, Venus, Marte, Casiopea) que recordaba a los mortales la recurrencia del tiempo, imponía orden, fatalidad y coto a las vidas humanas y las excedía en un presente eterno. El cristianismo y su teología lo borraron, porque tenían su libro único de la verdad. La astrología iba a leer en el cielo un sistema de correspondencias con efectos físicos y mentales. Después Kepler y toda la secuela de astrónomos, hasta Hawking y más acá, verían en el estudio científico de los objetos del cielo la entrada al conocimiento del universo. Pero la moderna política de la figuración ha alcanzado una ingeniosa síntesis entre el politeísmo pagano y la adoración cristiana. La potencia de las comunicaciones en la cultura capitalista del rendimiento reemplazó el catasterismo por algo que provisoriamente voy a llamar “estelificación”, una clase de estrellato que, con un soporte logístico adecuado, se puede obtener sin anuencia de los dioses pero que redunda en rebaños de fieles muy beligerantes, porque estamos en tiempos de confrontación nerviosa por mucho que algunos —más hipócritas que el popular Frank— se hagan los moderados. Como la plétora de recursos tecnológicos permite acelerar el proceso, el cielo de las naciones no da abasto para acomodar tantos astros venidos del suelo; la consecuencia es una perceptible apretura, una contigüidad incomodísima, una pugna en la tierra por mantener allá arriba el astro que cada grey colocó, y arriba, siente uno, tensión, alarde, riesgo constante de precipitarse en mero muerto.

Como proviene del catasterismo, el protocolo para estelificar un humano requiere que sea, si no un dios, un héroe. Se necesita un relato mítico —con sus posibles variantes—, y si el candidato no ayuda hay que esbozarlo por él. Esto es lo que acometieron los mentores intelectuales de la ciudadanía identificada con el fiscal Nisman. El rabino Bergman, el arzobispal Nelson Castro y el filósofo republicano Kovadloff, impacientes con las dificultades de la investigación judicial, madrugando a todo diagnóstico un poco fiable de un episodio siniestro —uno de esos misterios de la ciénaga sistemática que supera a cualquier gobierno, y a la vez un enigma de esas reacciones humanas en el límite mejor sondeadas por la literatura y los saberes de la psique—, lo declararon de facto héroe, profeta y mártir, para cumplir con todas las religiones. Pero la aceleración de los tiempos de las ciberfinanzas les birló el impulso, y un sinfín de chismes laterales e imágenes vulgares, sumados a los wikileaks, lanzaron al desdichado Nisman a ese anexo barato del firmamento en donde el agarre es dudoso y el brillo, un parpadeo. Así que mientras el Nisman humano y muerto todavía es asunto de los exhaustivos, intrincados trabajos de la justicia —que allegados a Nisman no se privan de enturbiar—, por mucho que los nismanistas probos sigan plañendo, orando, practicando sus misterios paganos, vociferando o lo que los inspire, nosotros, otros miembros del público, los que esperamos saber, podríamos aprovechar la ocasión para interesarnos de una vez por todas por las relaciones entre la conducta privada, la esfera de lo político, la emancipación, las pasiones populares y la estelificación inmediata.

Lo digo porque, siguiendo con las asociaciones, mis limitados estudios de campo recientes arrojan: un Centro Cultural Néstor Kirchner en Córdoba, un Centro Cultural Kirchner a punto de inaugurarse (el 25 de mayo) en el viejo edificio del Correo Central de Buenos Aires, una autovía Néstor Kirchner en Chubut, varias casas Kirchner en todo el país, una represa Néstor Kirchner en Santa Cruz, un monumento a Néstor Kirchner en Río Gallegos, otro en Quito, un distribuidor vial Néstor Kirchner en Vicente López; y acá me detengo. No tengo la menor gana de entorpecer el juicio sobre la obra de Kirchner. Al contrario: pienso que la cantidad de materia y fe invertidas en la elevación de un nombre es inversamente proporcional a la confianza real en que la obra del hombre pueda desarrollarse. Si es cierto que los países necesitan lecturas de la historia para proyectar el futuro, antes que sostener con más monumentos la estelificación de Kirchner en un cielo superpoblado de astros de ocasión, donde acaso tenga que codearse con Frank Underwood, partidarios, militantes, sectarios, hinchas e incluso votantes circunstanciales podrían conformarse, de momento, con la dolida muestra de afecto multitudinario en su funeral. Los Foros por una Nueva Independencia que el secretario Ricardo Forster organiza en todo el país podrían intercalar en las habituales mesas sobre el nombre, la emancipación o la diversidad alguna sobre cómo romper el continuo entre discurso del teatro político y formas de plató, tan visible en la chismorrea del periodismo político de hora pico como en la entrega de gente de Estado a simpatías de farándula. La estelificación consuma el robo del cielo por el capitalismo de la inmediatez. Kirchner fue un reformista sagaz con cuentas a saldar con un pasado de militancia; una encarnación providencial de la razón populista que teorizó Ernesto Laclau; un urdidor de esa hegemonía que, en palabras de Jorge Alemán —el intérprete con más densidad del programa kirchnerista— es el “real” de toda construcción política y base de cualquier contraexperiencia del capitalismo. Aparte de esto, con todo y sus trapicheos, sus alianzas intolerables, su acopio de inmuebles, el desperdicio de un capital político amplio y la defenestración de aliados considerables, no veo que otro presidente en décadas haya encarado con más decisión a los propietarios del país, ni se obligara más a mitigar varias formas de sufrimiento. Otra cosa es que fuese un héroe de la superación del capitalismo. “La emancipación”, dice Alemán, “es una apuesta sin garantías que no dispone de ninguna fórmula a priori de desconexión del capital y que por lo tanto no presenta un sujeto constituido, ya que él mismo debe advenir”.De acuerdo: de la emancipación mejor hablar con más detenimiento. Pero en principio, de un sujeto emancipado yo esperaría que no viera en el cielo más que las estrellas de los astrónomos, nubes, chingolos, golondrinas.

2 Abr, 2015
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