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Políticas del urbicidio. A propósito de «Homeland (Iraq Year Zero)», de Abbas Fahdel, y de «La obra del siglo», de Carlos Quintela

DISCUSIÓN

En 1992, un grupo de arquitectos de la ciudad herzegovina de Mostar realizó una publicación titulada Mostar 92 – Urbicidio, con la que pretendían dar cuenta de la destrucción premeditada y sistemática del entorno urbano como un aspecto central de la guerra en Bosnia, y de la necesidad de encuadrarla y estudiarla como un fenómeno particular y específico del conflicto. Esa destrucción —afirmaban— poseía un significado propio que no era secundario o incidental a la violencia genocida que caracterizó los conflictos entre Estados en la ex Yugoslavia. Del mismo modo que los bombardeos a zonas civiles aliadas durante la Segunda Guerra Mundial y las tácticas de “reconfiguración” utilizadas por los soviéticos en Afganistán, el urbicidio denunciado comprendía la devastación de la ciudad como una forma de erradicar la urbanidad en sí, por lo que la deliberada destrucción del medio edilicio debía ser entendida como parte de programas políticos más profundos y abarcativos.

Tal como Martin Coward sostiene en Urbicide: The Politics of Urban Destruction (Routledge, 2009), la violencia ejercida contra el entorno urbano no es un fenómeno ajeno a la Segunda Guerra Mundial, pero comenzó a sistematizarse —y, por ende, a asumir formas cada vez más complejas— al promediar la década de los setenta. En su variante arquitectónica, Ada Louise Huxtable utilizó el término en una serie de artículos que publicó en el New York Times a propósito de la construcción de los nuevos edificios del gimnasio de la Universidad de Columbia y el World Trade Center, al señalarlos como interruptores de cierto “ideal” urbano en el núcleo de lo que, hasta entonces, se consideraba un espacio público más o menos integrado. En el mismo sentido, Marshall Berman insistió en esa cuestión con su ensayo “Falling Towers: City Life after Urbicide” (1996), al detenerse en la demolición del hogar de su infancia como consecuencia de la remodelación de la ciudad de Nueva York encarada por el planificador urbano Robert Moses entre 1950 y 1970. La ciudad es, para Berman, no sólo un tejido de relaciones espaciales y sociales, sino también una estructura histórica en la cual la identidad personal echa raíces. Al destruir la ciudad, esa estructura desaparece, la identidad queda a la deriva, y la coexistencia de diversidades humanas y sociales se encuentra privada del marco histórico que permite configurarla. En Berman, la política del urbicidio es una constante que atraviesa la historia de la humanidad desde sus comienzos: la destrucción de Sodoma y Gomorra en el libro del Génesis y la aniquilación de ciudades enteras durante la Guerra del Peloponeso dan cuenta de un método de agresión psicológica tendiente a explotar el miedo ancestral que suele inspirar en el género humano la contemplación de cualquier espectáculo de ruinas. El urbanista Michael Safier llama la atención sobre el hecho de que la destrucción del World Trade Center el 11 de septiembre de 2001 no constituyó sólo un intento cruelmente eficaz de paralizar a través del terror, sino, y principalmente, un modo deliberado de borrar una estructura que actuaba como sustrato de cierto tipo de identidad colectiva o modo de vida. Para Safier, el urbicidio es un acto ético-político que ilumina una violencia distintiva contra la lógica representacional de un objeto determinado.

La primera parte de Homeland (2015), “Antes de la caída”, logra transmitir cierto poder elegíaco sobre el contexto, una sensación incómoda, pegajosa, de estar contemplando a personas y cosas a punto de desaparecer. El imperio de la información opera con culpa y recelo en la mente del espectador: estamos en Bagdad y el año es 2002, poco antes de que el ejército de Estados Unidos invada y ocupe la ciudad. Las señas del drama son las de la guerra inminente, pero Fahdel prioriza esa fantasía de comunidad familiar de clase media (el hermano del director, su esposa y sus hijos) y articula sus (escasos) recursos para proporcionarle la consistencia de lo real en un entorno sobre el que se cierne la sombra del luto próximo. Las carencias que trajo apareadas el embargo económico impuesto al gobierno iraquí, las variables del terror político impuesto por el régimen de Saddam Hussein y una domesticidad basada en la desnudez del deseo y un ansia de progreso tan legítima como conmovedora son las coordenadas del recorrido de Fahdel hasta la irrupción de la tragedia. La segunda parte del film, “Después de la batalla”, resitúa a las mismas figuras en un extraño vacío. El fin del régimen y la llegada de las tropas norteamericanas están narrados desde el temor, la desconfianza y la perplejidad, pero también desde un silencio de matices casi religiosos, en el que se acompasan el sentido del riesgo y la tonalidad menor, como de interrogación íntima, de quien no termina aún de comprender la solidez metafórica de los espacios que ya no están, pero se empeña en registrar esa ausencia por si acaso. Entre los saqueos, el desabastecimiento y la violencia generalizada, el relámpago de la destrucción queda congelado en algunas opciones estéticas de una contundencia atroz; por ejemplo, en la visita a los destruidos estudios cinematográficos de Bagdad, que ilustra la ruina de una cultura no como resultado de una catástrofe colateral sino de una política que exhibe su doble filo bajo la luz abrasiva de las bombas y los misiles. Se habla de los que fueron asesinados por el régimen derrocado al mismo tiempo que se vela el imaginario extinguido de una nación, como si el peso de lo destruido, de lo muerto y lo erradicado desconociera las nociones de la fuerza bélica y prefiriera acomodarse al sentido interior y difuso de la pérdida del mundo personal y familiar. Fahdel no se detiene —al menos no con delectación o vehemencia— en los escenarios arrasados, en las ruinas de lo que fue su ciudad. Prefiere mantener todo eso como el fondo opaco sobre el que proyectar un estrago personal, la desesperación del que se arma de conjeturas y esperanzas para pulir y perfeccionar la perseverancia del sobreviviente. El “año cero” del título original remite a Rossellini y a su índice fantasmagórico de destrucción y reinicio, pero opera, también, como el marcador cruel de un retroceso fundamental. La historia se repite con otras marcas y otras referencias, aunque con la misma incomprensible fatalidad.

Tanto en Fahdel como en Quintela hay una idea material y temporal del territorio. La concepción algo precaria, casi “casera” del film de Fahdel contrasta con las cuidadosas elecciones formales, los preciosistas encuadres de Quintela, aunque en ambos casos persiste el privilegio por la trama y la memoria del espacio. Fahdel filma lo que ya no está y lo por venir; Quintela, lo que nunca fue. La obra del siglo (2015) explora los escombros de una idea, la ciudad electronuclear proyectada en 1967 (tras un acuerdo entre la Unión Soviética y Cuba para construir dos reactores nucleares en la región de Juraguá, en la provincia de Cienfuegos) que derivó en ese emplazamiento urbano en el centro de la nada, distante algunos kilómetros de la central nuclear, y que en la década de los ochenta comenzó a recibir pobladores provenientes de otras regiones de la isla e incluso de la Unión Soviética.

El mito social al que alude Quintela está narrado a la sombra de un gran relato histórico (la narrativa oficial de la épica comunista) que otorga a ese páramo la textura de un cementerio de otros tantos proyectos e ideas mucho más modestos y personales. A diferencia del film de Fahdel, aquí no aconteció la destrucción violenta de estructuras, pero sí la extinción progresiva de un objetivo fuera de lo común, cuya materia muerta se posa, aún, sobre la vida de aquellos que se vieron involucrados de una u otra manera en él, y que cargan, todavía, con el peso agobiante del pasado. Quintela regresa a las huellas de ese proyecto y para hacerlo se interesa por las vidas que pasaron cerca de él, pero en el camino su película deviene algo así como una incómoda apostilla de ciencia ficción a uno de los más grandes y problemáticos relatos políticos del siglo XX. El material de archivo televisivo de la época funciona —a la manera en que podría hacerlo un film de Chris Marker— en un raro orden externo al del relato principal, que a veces se resiente de un tratamiento demasiado melodramático, como de telenovela excesivamente comprensiva, hacia sus criaturas. Hay ahí algo paradójico: pueden no resultarnos tan importantes las vidas de quienes vivieron o aún viven en los alrededores de esa ruina prenuclear como la fibra sensible de un espacio edilicio que absorbe inmutable el imaginario de otra época y otro mundo, para devolverlo en un alarde de silencios y vacíos saltando y moviéndose de un lugar a otro. No hay manera retórica de narrar lo que nunca fue —parece decir Quintela cada vez que sus planos se abren a la ciudad— porque el derrumbamiento prolongado en el tiempo y el colapso de la utopía sólo permiten jugar con las notas sueltas de esas vidas, los añicos del sentido y las pequeñas descomposiciones de la época que se rastrea. En La obra del siglo, un noticiero del pasado parece un apunte del futuro, y la cúpula sobreviviente de una ficción arquitectónica marca el desierto ucrónico de un sueño de realización nacional abandonado. Tanto en Fahdel como en Quintela hay ruinas, realidades estalladas o silenciadas, imágenes difíciles que todavía, después de tantos años, aún se dejan interrogar por los hábitos de la mirada.

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