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Cómo vivimos 4. Sobre la lectura

DISCUSIÓN

Poco antes de sentarme a escribir esto, tenía que ponerme a trabajar, es decir: continuar con la lectura de un “manuscrito” (un archivo de Word) y su correspondiente revisión. La entrega era inminente, y sin embargo demoré una hora en emprender la tarea por un hecho de lo más simple: en el camino a mi lugar de trabajo —un café gentrificado— había pasado a buscar un libro, y no pude contener mis ganas de leer la contratapa, mirarlo, sopesarlo, ver la extensión, “peinar” sus páginas para visualizar márgenes, identificar imágenes y detenerme en alguna, leer el índice, los agradecimientos, la página de legales, el prólogo. Recién cuando llegué al separador que indicaba “Primera parte” pude dejarlo. No era un libro especial, no lo esperaba con particular ansiedad, no tenía ningún condimento adicional: era simplemente un libro, un libro en papel, apenas eso. Y sin embargo…

Hablar de la relación que tenemos con los libros y con la lectura es un tópico lo suficientemente recorrido por la academia, los escritores de ficción y los ensayistas, así que renuncio desde el comienzo a cualquier pretensión de originalidad o de exhaustividad (en este sentido, la colección “Lector&s”, de Ampersand, parece ofrecer suficiente material, aunque lejos está de ser el único). Simplemente me acerco a la cuestión para dejar anotadas algunas observaciones ancladas en el contexto actual.

Comencemos por lo que, por muy evidente, no podemos dejar de mencionar. Me refiero al salto abismal que dimos en los últimos cuarenta años de la cultura letrada a la cultura visual, primero, y luego a la digital. Si en los ochenta-noventa los mayores se referían a la TV como “la caja boba”, hoy la tele es una entre muchas pantallas, en general destinada al entretenimiento y los consumos narrativos de ficción y no ficción, que reproduce a veces cosas bastante menos “bobas” de las de antaño a través de plataformas como Netflix, Max (ex HBO), Amazon Prime, Star+ y otras. El otro gran consumidor de nuestro tiempo disponible es aquella pantalla más pequeña sobre la que ya hablamos, y que vino a reemplazar al libro en la sala de espera, en el medio de transporte y ¡hasta en el baño! (para qué ocultarlo…). Por último, la pantalla de la computadora reemplazó en gran medida a los libros de estudio, toda vez que un PDF es más accesible y cómodo para citar en nuestra monografía o nuestro paper académico. La conclusión, que sin dudas no les cabe a muchos lectores de este medio pero sí a quienes los rodean, es bastante obvia: ya no se leen libros. Morigeremos: ya no se leen libros tanto como antes.

Por tomar un ejemplo cercano, pienso en mi papá y sus amigos, personas de entre sesenta y ochenta años ajenas a lo que llamaríamos el “mundo cultural”, quienes siempre están leyendo algún libro, en general prestado o recibido como regalo para algún cumpleaños, casi nunca comprados por ellos mismos —puede ser Haruki Murakami, Jorge Fernández Díaz o Florencia Bonelli, pero leen—. Mis amigos (personas de entre treinta y cuarenta años), en cambio, no leen libros, salvo los que están en el “mundo cultural” o los dos o tres curiosos que “sí leen” o que lo hacen muy ocasionalmente. Mis alumnos (de una universidad del conurbano, estudiantes de Derecho), en su enorme mayoría, no leen más de un libro al año por fuera de las lecturas obligatorias (así lo documenta una encuesta que desarrollamos con la cátedra de la que formo parte). Creo que todos hemos sido criados en una cultura letrada en la que leer era un valor: “qué bien, cómo lee”. Quizás por ese refuerzo positivo es que leo, no lo sé. Hoy —y desde hace un tiempo ya— es posible preguntarse si leer sigue siendo considerado un valor y, sobre todo, entre quiénes; parece evidente que, al menos, ya no sería un valor universal. Lo hemos visto recientemente: la lectura puede ser tomada por adoctrinamiento, por evasión, incluso como un “problema”, pues quien lee se está perdiendo de disfrutar otra cosa.

Pero una sociedad que no lee libros tiene otros problemas. Las neurociencias, tan en boga en los últimos años, han demostrado científicamente que leer habitualmente nos permite ser mejores lectores. Lo vemos año a año cuando se publican noticias sobre los resultados de distintas pruebas escolares, que marcan un declive en la capacidad de comprensión lectora. Esto es un fenómeno tanto local como global. Lo ven también los docentes universitarios, cuando a menudo descubren que los estudiantes no son capaces de comprender los textos —ni tampoco están dispuestos a dedicarle mucho tiempo a la lectura—. Esos alumnos que fallan sistemáticamente en la comprensión son los que el día de mañana serán nuestros docentes, médicos, abogados o… gobernantes.

Y aquí, entonces, enlazamos este artículo con el último publicado de esta serie, en el que hablábamos sobre nuestra relación con la política. De todo lo que ya se dijo y escribió sobre Javier Milei, tengo una nota favorita, probablemente por deformación profesional. Se trata de un artículo de Juan José Becerra acerca del presidente como un Madame Bovary de la derecha. Becerra ve en una foto el libro que Milei lleva en la mano al embarcar camino a Davos. Lo lee y descubre que no sólo lo lleva en el avión, sino que además extrae fragmentos calcados para su discurso en la cumbre de megamillonarios. El hecho de que copie fragmentos del libro sin citarlo no me parece menor. Independientemente de la cuestión legal del plagio, la mera idea de tomar las palabras de un libro y reproducirlas sin indicar que provienen de otro autor, como si fueran pensamientos propios, está asociada al peor tipo de lector: aquel que cree que el libro trae una verdad, que cree que la palabra es la verdad en sí misma. Lo primero fue el verbo, y por tanto, todo lo que se dice en aquel libro, único libro, es la revelación de la verdad. Pero no es la Biblia el único libro pasible de ser interpretado como El Libro. Le pasa —ya lo sabemos— a don Alonso Quijano con los libros de caballería, a Madame Bovary con las novelas románticas y, según hipotetiza Becerra, a Javier Milei con toda la biblioteca libertaria. ¿Cuál fue el momento decisivo que llevó a Milei a la fama, el instante exacto que identifica el genio del rating Alejandro Fantino en el que se dio cuenta de que Javier medía? Según sus palabras, fue cuando sacó la Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, de John Maynard Keynes, regalado al periodista por Axel Kicillof. Milei se enoja con “ese libro”, lo llama “basura”, asegura haberlo leído cinco veces cuando la mayoría de los economistas argentinos no lo leyeron ni una, no lo pronuncia /kéi-nes/ sino /kéins/, lo conoce de pe a pa (invita a desmentirlo capítulo a capítulo); en una palabra, lo odia. Lo odia tanto como ama los otros, una rémora de esa pregunta “¿Cuál es tu libro favorito?” que, cuando éramos jóvenes, respondíamos indicando nuestro texto preferido y que, de adultos, no podemos sino responder por nuestro objeto-libro favorito, ese que atesoramos especialmente, cuyo texto no es más que una pieza en nuestro sistema de lecturas.

Estamos, entonces, ante una (aparente) disyuntiva: por un lado podemos sospechar que fenómenos como el del ascenso de la ultraderecha en la Argentina tienen apoyo popular porque hay una masa importantísima de gente que ya no lee —y es transversal a todas las clases—, y entonces está impedida de analizar la realidad con más matices, comprendiendo, contextualizando, historizando, empatizando, etcétera, pero también tenemos el dato de que una importante porción de libertarios —muy posiblemente el núcleo duro del movimiento, que son pocos pero son los más visibles, con Milei como epítome del caso— no sólo leen, sino que llaman a leer, que convocan a la lectura como herramienta emancipatoria de los relatos oficiales, como un camino a la verdad. De ahí que El libro negro de la nueva izquierda, de Agustín Laje y Nicolás Márquez, sea un bestseller absoluto. Es contestatario, presenta un mundo distinto al de la escuela, es la red pill de la que tanto hablan, un despertar de la realidad (antes la universidad solía ser ese espacio…). Es algo que también trabajó Ezequiel Saferstein en ¿Cómo se fabrica un best seller político?, donde cuenta cómo las grandes editoriales abrieron el campo a una relectura de los setenta desde la derecha, con una perlita que rescata Pablo Alonso en este mismo medio: Majul definiendo sus propios libros como “talismanes de la verdad”.

La mayoría entramos a la carrera de Letras con el deseo (en general, oculto) de aprender a ser escritores y nos sorprendemos con que lo que allí se enseña es a leer (y no a escribir). Entre los debates habituales que se dan dentro de Puan está la figura del autor, el contexto de publicación de un libro, sus lecturas críticas, el sistema de lecturas con las que dialoga, y también sus condiciones materiales de producción: las traducciones, las ediciones, las notas, los prólogos, etcétera. Ahí descubrimos que en realidad no sabíamos leer o, mucho mejor, que nunca se termina de aprender a leer. También incorporamos cierta distancia con los libros. Son material de estudio, pero no vienen a revelarnos una verdad. Los libros son dispositivos de comunicación que abren o continúan un diálogo entre las personas. Tienen capacidades propias que son inapelables, como permitir una comunicación intergeneracional, interespacial y unidireccional (es decir, no es un diálogo in praesentia, sino una alocución in absentia, que permite ser leída en otro tiempo y en otro lugar, y que impide las interrupciones al locutor, salvo cerrar el libro). Pero los libros, así como son fundamentales para construir el mundo en que vivimos, no revelan verdades en sí mismas, no son verdaderos o falsos, malos o buenos. La disyuntiva presentada antes no es tal, porque en realidad la otra cara de la falta de lectura es la ilusión de que en las lecturas se encontrará la verdad. Ya van siendo varios los libros que, justamente, vienen a recordarnos la materialidad del objeto —lo que necesariamente les quita el aura de lo sagrado—: El infinito en un junco, de Irene Vallejo, El libro expandido, de Amaranth Borsuk, e incluso La guerra de las plataformas, de Carlos Scolari, donde el autor traza una línea que va del papiro y el pergamino a las plataformas sociales actuales y nos recuerda la función social de estos elementos: servir como medio de comunicación entre las personas.

La lectura es un desarrollo humano sumamente reciente —y, masificada, tiene poco más de cien años, el último segundo de la historia de la humanidad—. Como tal, está demostrado que no es algo necesario para el desarrollo de la vida: los neurocientíficos lo comprobaron, descubriendo que no tenemos ninguna parte de nuestro cerebro especialmente desarrollada para la lectura y que logramos leer gracias a una adaptación de nuestras funciones cerebrales. Y sin embargo, si tan sólo pudiéramos leer más libros, desarrollar la capacidad de comprensión lectora, del goce literario, de la empatía a través de los relatos de ficción y no ficción, de la sed de conocimiento y discusión, del diálogo silencioso que se produce entre el autor y el lector, y, sobre todo, entre ese autor que estoy leyendo ahora y el que leí hace un tiempo, y el que leeré luego, construyendo sistemas de lectura y, a su vez, pensamientos complejos que excedan a mi voluntad de intervenir de inmediato en la realidad… Si tan sólo entendiéramos que en un libro no hay una verdad, sino un encuentro entre personas, una botella arrojada al mar, un puente para conversar con otros, quizás (sólo quizás), podríamos construir (o restituir) una sociedad de iguales donde reinen las diferencias.

9 May, 2024
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