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Las bajas de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial se calculan en cuatrocientas mil; las de la Unión Soviética, en veintisiete millones. El dato puede ser conocido, pero suena casi estrambótico cuando se suelta como reivindicación del Ejército Rojo en una serie producida para la televisión estadounidense. Resulta tan extraño como oír diálogos en ruso o ver la hoz y el martillo en la cortinilla de aires constructivistas que abre cada capítulo de The Americans a lo largo de seis temporadas (2013-2018). En plena decadencia de las grandes cadenas televisivas, que sucumben ante la vasta oferta de producciones de los servicios de streaming, The Americans será recordada como una verdadera rareza. Es probable que en adelante queden pocos espacios para apuestas como esta, a juzgar por la deriva efectista de la última hornada de series norteamericanas: The Americans confió en el criterio del público adulto, al que interpela con arrojo. En el centro de la trama, ambientada en la era Reagan, se encuentra la pareja formada por Philip (Matthew Rhys) y Elizabeth Jennings (Keri Russell), un matrimonio joven, con un par de hijos, afincado en los suburbios de Washington, que dirige su propia agencia de viajes. En realidad ambos son agentes encubiertos en una fachada perfectamente orquestada por la KGB, que incluye la relación misma. Su encomienda es proteger secretamente a su patria de los embates estadounidenses, lo que les exige, por decirlo de algún modo, relajar ampliamente los códigos que rigen la moral de cualquier familia tradicional. Cuando es necesario, este par debe seducir, engañar, robar o matar… para después llegar a casa a revisar la tarea de los niños con total normalidad. El contrapunto está encarnado en Stan Beeman (Noah Emmerich), el vecino que trabaja ni más ni menos que como agente especial del FBI.
Bajo la batuta creativa de Joe Weisberg, ex oficial de la CIA convertido en guionista, el desdoblamiento del relato produce varias capas de significados. La primera explora una grieta inmensa en el estilo de vida americano, al elegir el punto de vista de los agentes soviéticos, que visitan sin reparos los conceptos de justicia y bienestar desde la óptica comunista, o en todo caso del socialismo real. (El discurso tiende a buscar un balance en la última temporada, ambientada en plena descomposición de la Unión Soviética y en la que Beeman gana densidad dramática). Sólo desde la existencia del “otro” puede adquirirse perspectiva sobre los errores propios, parece gritar la serie; es decir, hay una suerte de nostalgia por el equilibrio del viejo orden mundial. Pero existe, además, una segunda agenda, oculta bajo el emocionante disfraz de la trama de espías: narrar al detalle los altibajos de una pareja (como era de esperarse, los agentes realmente se enamoran), que sufre y disfruta por igual el extraño contrato que los obliga a intimar con otras personas y vivir otras realidades. La oscura fantasía de un matrimonio de clase media se ve felizmente consumada con la venia de la patria. Para rematar, está la calculada interacción de estos discursos —sobre lo aparente, la traición y la otredad— con los espectadores, que de pronto se verán involucrados en largas y complejas subtramas (románticas o políticas) que ponen a prueba su lealtad con alguno de los personajes y con la serie misma. En este juego de matrioshkas los actores protagónicos recibieron, también, una detallada misión: desdoblarse dentro de la trama en actuaciones dentro de la actuación (actúo que actuó que actúo) hasta producir un hipnótico juego de reflejos, que se prolongó fuera de la pantalla cuando Russell y Rhys se volvieron pareja.
Durante seis años The Americans sorteó modas y mediciones de audiencia apelando a una cualidad que no abunda en la televisión reciente: la coherencia. Los nudos narrativos que conducen al gran final —y que en otras series de largo aliento se han resuelto con un asesino en serie, poniendo en coma al protagonista o mandándolo de retiro espiritual— sólo sirvieron para alimentar orgánicamente los dilemas morales preexistentes hasta llevarlos a sus últimas consecuencias. Así, la sexta temporada no es más que el resultado de esta progresión natural, cuando la crisis de la pareja representa la escisión de todo un sistema político. Estamos ante una combinación narrativa poco habitual, casi dialéctica: el desgaste cotidiano haciendo eco de grandes conflictos históricos, contención formal para la soltura temática.
Sí, uno de los grandes méritos de The Americans fue buscar una audiencia adulta para lanzar preguntas complejas. Se agradecen, claro, las emocionantes tramas de espionaje, las precisas secuencias de acción y las escenas de sexo subidas de tono, pero el verdadero atrevimiento de la serie (y lo que extrañaremos en el panorama actual) es haberse detenido, sin indulgencia, en el abatimiento, el cansancio y la tristeza que llegan junto a las decisiones tomadas en la aparente libertad de la vida adulta. Su ambición no fue menor: enfrentarnos a nuestras derivas como sociedad desde las coordenadas más amargas, que, como ha quedado demostrado, son también las más reales.
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