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La serie El Eternauta que estrenó Netflix parece escrita por alguien que leyó el libro hace mucho, lo recuerda vagamente y lo abrió apenas para entresacar guiños ocasionales, como un alumno apurado antes de un examen. Esto no es a priori un gran tema de discusión. No hay traducción que no sea una versión y ya se ha dicho que sólo hay borradores, que ningún texto es sagrado, que una versión libre es tan legítima como una imitación minuciosa. Sin embargo, las motivaciones para una infidelidad siempre son interesantes, mal que le pese a la pobre Emma Bovary: si un objeto cultural basa su razón de ser en la trascendencia que ha alcanzado su fuente, es inevitable que sea juzgado en diálogo con ella, salvo que sus cualidades hagan del original un mero precursor, como cuando Mercedes Sosa elegía una canción para su repertorio.
La más pequeña alteración de un relato puede modificar en cascada infinidad de detalles (César Aira compuso en Continuación de ideas diversas el memorable ejercicio de un traductor que, al cambiar salmones por bagres y rúcula por berro, termina alterando toda la trama de una novela). En El Eternauta (la serie), la decisión de que las acciones sucedan en la actualidad, más allá de condicionamientos comerciales, es inteligente y razonable. En la historieta, Juan Salvo, el protagonista, le cuenta al narrador, en 1959 (exactamente la fecha de publicación del último episodio), hechos que sucederán en 1963, porque ha viajado en el tiempo. Pero 2025 no es 1959 y la tecnología, las relaciones sociales y la estructura urbana han cambiado, lo que genera una acumulación de detalles a modificar. En gran parte son esperables. Lo intrigante, en todo caso, está más bien en los cambios que no surgen del curso de esa cascada. ¿Se deben a alguna motivación o a la mera arbitrariedad del “a mí se me ocurrió algo mejor”?
(Dos aclaraciones previas: por un lado, no evitaré spoilers; por otro, la serie termina con el evidente anuncio de una continuación que acaso obligue a repensar algunas de estas observaciones. Ojalá se concrete.)
La primera modificación, casi desde el principio, está vinculada con el tono y el valor de la amistad. Publicitada con el sonsonete del héroe colectivo, la serie ofrece sin embargo una visión desoladora de los humanos en grupo. La amistad pura es cosa reservada a adolescentes que recién están por salir a la vida —y van a morir pronto o a convertirse en robots del invasor— y los adultos esconden deudas y resentimientos que son representados como gritos al borde de la histeria. Lo que en la novela era el liderazgo sereno del saber técnico de un personaje, Alfredo Favalli, y el coraje de otro, Juan Salvo, se convierte en una constante situación de pelea al borde de la violencia. Nada que objetar al director o a los guionistas: bien pueden tener una mirada nihilista sobre las relaciones humanas —la amistad, la familia—. Pero hay que decir que, al hacer que los personajes discutan de manera constante sobre liderazgos y que esas discusiones siempre tengan como origen un psicologismo que se superpone a cualquier problema exterior, aunque el problema sea el mismo apocalipsis, elaboran una representación que replica el mecanismo típico de las series estándar de la industria estadounidense. El modo de construcción del personaje de Favalli es sintomático. Ya no alerta sobre los peligros por efecto de su razonamiento calmo, como en la historieta, sino por la influencia “de las series de mierda”, y le tiene más miedo a un motín interno que a los sobrevivientes de afuera. El psicologismo como única fuente de relatos —un mal endémico que esconde desprecio o temor a la pura aventura y al goce de la invención— llega al extremo con los traumas nunca del todo explicitados ni consistentes de Juan Salvo como ex combatiente en Malvinas. Por ejemplo, no quiere ir a Campo de Mayo, pero después acepta sin mayores problemas una misión absurda en la que mandan —sin las duras explicaciones sobre ser “carne de cañón” de la historieta— a un pelotón de ancianos, obesos y adolescentes. No quisiera abundar en la trivial comparación entre las nevadas —se nos da una sorprendente información: en Malvinas había nieve y hubo muertes—. La principal función de todo esto parece ser contar con el correspondiente veterano conflictuado de Vietnam.
Por otro lado, es tan poco lo que importa el hecho de que buena parte de la población haya muerto que la serie decide concentrarse en la búsqueda de Clara (que no Martita, como en la historieta), la hija de Juan Salvo. Como si sobrevivir no fuera suficiente estímulo. Se desperdicia así la zona más sutil de la historieta, lo que Oesterheld llamó “mi versión de Robinson”: la supervivencia en un entorno aislado, extremadamente hostil, un océano de muerte que rodea la casa. No es casualidad que la letalidad de la nevada del original se haya morigerado en la serie y sea suficiente cubrirse más o menos con un nylon para seguir con vida. Esto tiene consecuencias trascendentes en el modo de narrar. La principal es sustituir por ansiedad y urgencia la morosa construcción del suspenso, y por hechos inmediatos lo que la historieta proponía como resultado del lento trabajo humano. Así, en esta versión, gracias a la relativa ineficacia de la nevada, casi enseguida aparecen otros sobrevivientes, de a montones. Si en la historieta había que ir y venir de la ferretería con una carretilla, había que coser los trajes, había que plumerear hasta el último copo asesino, aquí todo ocurre como si urgiera llegar a la parte en que se pueden empezar a mostrar tiros, corridas y más humanos canallescos. Se dirá que es otro efecto de traer al presente la historia —la ansiedad es nuestra nota distintiva—, pero parece también un deseo de emulación de las series que Netflix ofrece, o recomienda, en el cuadradito de al lado.
La velocidad, la ansiedad, el borrado del trabajo para la construcción de objetos se trasladan a la construcción de los personajes. Uno de los elementos centrales de la historieta, y que la convierte en un objeto anómalo para su tiempo, es la extensión. Las más de trescientas páginas, muy densas en dibujos y texto, y los dos años de entregas semanales están estructuralmente embebidos en el relato. Todo lleva tiempo, y ese tiempo nos permite conocer a los protagonistas, interesarnos por ellos, saber quiénes son. En la serie, Franco, el obrero tornero devenido ferroviario, pasa de ser un matoncito cualquiera a compañero de Juan Salvo sin que logre generar en el camino, brevísimo, la menor simpatía. La historia de amor entre el muchacho emigrado a Estados Unidos y la delivery venezolana se materializa sin transiciones. Lucas, uno de los personajes principales en la nueva versión, aparece sin explicaciones —por más esteroides mentales que le insuflen los invasores— integrando el Estado Mayor del Ejército. Todo ocurre un poco porque sí, como si atender al cuidadoso encadenamiento de causas y efectos fuera demasiado para los espectadores que la serie imagina.
No hace falta seguir, porque es probable que, como suele pasar con los productos para plataformas, nos olvidemos del asunto en pocas semanas. Tampoco es imprescindible extenderse aquí sobre los evidentes méritos visuales de la serie —el muy logrado juego con el presente y el pasado de la tecnología y las modas, sobre todo—, porque es seguro que abundarán los testimonios calificados para eso. En todo caso, tal vez sea interesante preguntarse por qué la industria cultural decide tomar libros del pasado para modificarlos casi hasta lo irreconocible, y por qué los títulos de la adaptación de un libro famoso dicen “Creada por…” el director de la serie. Quizás haya que esperar a la segunda temporada para entenderlo.
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