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Una lista provinciana de los mejores libros del siglo XXI

DISCUSIÓN

Hace algunos días el New York Times publicó una lista de los cien mejores libros del siglo XXI. Según el periódico, esta lista fue compuesta tras realizar una encuesta en la que quinientos tres miembros del mundo literario norteamericano (“novelistas, autores de no-ficción, poetas, críticos y otros amantes de los libros”) escogieron los mejores libros publicados en inglés desde el año 2000, aun cuando hubiesen sido escritos en su lengua original mucho antes. La selección fue anunciada progresivamente en el curso de una semana, para que fuera aumentando el suspenso, y viene acompañada por una serie de artículos sobre los resultados y un par de ejercicios para el lector ocioso: una sopa de letras entre las cuales uno tiene que encontrar los títulos premiados y un quiz como los que muestran las pantallas de los taxis en Nueva York, en el que, por ejemplo, nos preguntan qué volumen en la lista tiene como protagonista a un gran danés y nos ofrecen cuatro oportunidades de acertar. El editor de la sección presenta los resultados de la encuesta en un video chispeante y divertido, en el que quiere apoyarse en una columna de libros apilados, y la pila se derrumba. Es como si el periódico hubiera organizado una feria virtual en ocasión de la presentación de sus elegidos, incluyendo una sección donde los libros pueden comprarse con descuento. Pensé: ¿por qué esta atmósfera de celebración? Y después: ¿cómo es posible que esta lista sea tan pero tan diferente de la que a mí se me hubiera ocurrido?

El Times nos garantiza que la selección fue elaborada con el mayor rigor, así que supongo que se trata de un sondeo válido de las preferencias de aquellas y aquellos que componen el mundo literario oficial en los Estados Unidos del presente. Aquí, entonces, apenas unas rápidas impresiones, no de lo justo o injusto de tal o cual elección, sino del conjunto tal cual aparece observado con cierta distancia: el panorama de la literatura contemporánea visto desde la perspectiva de la comunidad literaria norteamericana, o más bien de aquella parte de la comunidad que publica en editoriales de buen porte, trabaja en instituciones de prestigio y presenta sus opiniones en los medios de comunicación de masas. Tengo que confesar que no he leído todos estos volúmenes (algunos de los que leí me parecieron excelentes), pero en general me resultan familiares, por haber leído reseñas en periódicos, escuchado entrevistas en podcasts o recibido comentarios de amigos.

Se trata de libros premiados: obras que han ganado el Pulitzer Prize, el National Book Award, el Man Booker Prize o alguno de los premios menores. Todos o casi todos recibieron considerable atención de la prensa y de instituciones como el Oprah Book Club o las listas de recomendaciones de Barack Obama y otros influencers. Y la gran mayoría de los autores (no tanto los más viejos, mucho más los más jóvenes; más bien los locales que los extranjeros) han estudiado en departamentos de literatura y lengua o en programas de escritura creativa. Estas instancias académicas se han vuelto el primer paso normal para los aspirantes a escritores en las últimas décadas, no sólo porque allí adquieren o desarrollan sus destrezas, sino porque son los bancos de prueba a los que acuden los agentes, y por lo tanto constituyen enlaces cruciales entre escritores y editores. Pero la universidad no sólo está al comienzo de tales carreras, sino también al final: excepto en aquellos casos raros en que un escritor de literatura de prestigio puede vivir de sus ensayos y novelas, el destino lo lleva a las instituciones de enseñanza, cuyos salarios financian el tiempo amorfo que requiere la escritura (pero alimentan la tentación de no escribir más). Podría decirse que hoy por hoy el curso normal de la carrera de escritor literariamente ambicioso va de la universidad a la universidad. La coincidencia de la lista del Times con las de las organizaciones que adjudican los premios, la promoción de estos libros en la gran prensa, la omnipresencia en el trasfondo de la universidad, junto con la ausencia de aquellas figuras anómalas, autores de libros más desaforados y secretos, que solían figurar en listas como estas, todo me dejó con la impresión de un sistema literario cuyas partes tienen un grado extremadamente alto de integración, donde la comunidad repite los juicios de sus instituciones, y estas instituciones repiten el juicio del mercado.

Tal vez a esta estrecha integración se deba la compacidad estética e ideológica de la lista, que explica la ausencia de escritores que desentonen como desentonarían Michel Houellebecq o César Aira. Pero lo cierto es que no hay demasiados escritores extranjeros, mucho menos que los que habría en una lista semejante confeccionada en otros puntos del planeta, y menos, me parece, que lo que listas semejantes solían incluir. Es una selección muy dominada por escritores estadounidenses. Más aún: por autores estadounidenses que escriben sobre cuestiones propias de este país, a veces en forma de denuncias de injusticias cometidas y crímenes silenciados, a veces contando las historias de la gente común en entornos comunes, muchas veces en el campo, en pueblos chicos o en barrios marginales. Autores que escriben, sobre todo, sobre cosas que sucedieron en el pasado más o menos reciente del país, incidentes y procesos olvidados que revelan o explican los desastres de este tiempo. Son libros que sugieren una perspectiva sobre la condición actual de la Nación por la vía de hablar de asuntos de las décadas pretéritas (poco y nada encontrarán que se refiera a tiempos más remotos que el tardío siglo XIX). La persistencia del pasado en el presente es, se diría, el objeto más común de estos libros, y supongo que a eso se debe que los escritores europeos incluidos están entre los más “memorialistas” (me refiero a Elena Ferrante, Annie Ernaux o W.G. Sebald).

Por supuesto que no son todos los asuntos propios de este país los que reciben atención. El tema más recurrente, sin ninguna duda, son las relaciones entre blancos y negros; lo siguen —en orden arbitrario— los asuntos de la comunidad LGBTQ+, y sobre todo de la gente transgénero; el cambio climático y su relación con un capitalismo explotador y desbocado; la condición de las mujeres en un mundo machista. ¿Qué cosas están ausentes casi por completo? Otros países; las comunidades nativas; Donald Trump (y, en general, la nueva derecha nacionalista); el desarrollo de las ciencias; los avatares de la tecnología. ¿Por qué no aparecen estos asuntos entre los libros de la encuesta? ¿Por qué no despiertan el interés de la comunidad literaria que el diario interrogó? (Y tengo que agregar: ¿por qué hay tan pocos libros de pura fantasía, exentos de mensajes evidentes?; ¿por qué tan pocos textos formalmente novedosos?). No es difícil notar que las preocupaciones de las novelas, las memorias y los libros de historia que componen esta lista son características de esta era dominada por Donald Trump y los movimientos de protesta que provocó: #MeToo, Black Lives Matter, el activismo trans y las marchas contra el cambio climático que tuvieron su pico hará un quinquenio. Es un poco como si los movimientos de protesta, tal como son refractados por la prensa y diseminados por los medios sociales, hubieran estado moviendo los focos literarios todo este tiempo, alumbrando aquí una parte del mundo y allá otra, determinando el contorno que va adquiriendo el espacio literario.

¿Es esto bueno o malo? No lo sé. Sé que esos focos que establecen que tal parte del mundo antes que tal otra merece nuestra atención apuntan en las mismas direcciones en las que en los últimos años ha apuntado el New York Times, el medio que —más que ningún otro— provee de su versión de la realidad a las clases profesionales que sostienen el consenso que expresa el Partido Demócrata, económicamente liberal y fuertemente anclado en la política de las identidades. Tal vez a eso se deba —pensé— que el periódico celebre tan enfáticamente la salida de su lista: es que en ella se refleja muy nítidamente la visión del mundo que el New York Times mismo ha promovido, tal como los responsables de la agenda del periódico pueden observarla desde sus oficinas de la Octava Avenida, y concluir que la comunidad literaria confirma la justeza de sus políticas editoriales. De ahí viene, supongo, la naturalidad con que presenta como “Los mejores libros del siglo XXI” una selección confeccionada a partir de las publicaciones de una industria que apenas traduce autores extranjeros, producciones de un universo literario sorprendentemente compacto, donde, como antes decía, las instituciones coinciden en sus juicios con los escritores, y todos asumen un público lector específico —una población muy localizada geográficamente y en el cuadro de la distribución de los diplomas y los ingresos; una población que, por añadidura, en los últimos años ha sufrido un proceso muy agudo de homogeneización ideológica—. Una vez más, un excelente ajuste entre las partes del sistema, cuyo riesgo es evidente: ignorar las irregularidades que no caben bien en su modelo, permanecer como un mundo clausurado e insular.

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