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En Un cuarto propio, Virginia Woolf observó que rara vez las mujeres dejaron su vida por escrito; de ellas queda, a lo sumo, sólo “un manojo de cartas”. Tanto Virginia Woolf como Victoria Ocampo escribieron muchísimo más que cartas: ficción, ensayos, diarios, y, en el caso de Ocampo, también autobiografías (sí: ¡hasta en plural!). Eso no le quita, sin embargo, nada de su valor al “manojo de cartas” reunido aquí.
Aunque tal vez debería hablarse más bien de un puñado: no son muchas. La sola importancia que a todas luces reviste Woolf para el proyecto Sur permite suponer que las cartas fueron más, y que las que se presentan aquí son sólo las que sobrevivieron al tiempo y al afán autoeditor de Ocampo. Contra las veintidós cartas de Woolf remitente, las cartas escritas por Ocampo se cuentan con los dedos de una sola mano. Los huecos se sienten, pero tampoco ellos le restan valor al conjunto.
Cuando se conocieron, en 1934, Woolf ya era mundialmente reconocida y Ocampo había fundado su revista apenas unos años antes. Es fácil ver, y señalar, cómo rápidamente Woolf se erigió para ella en modelo a seguir. El suyo fue un vínculo asimétrico y sobre todo epistolar, pero como se desprende de este volumen, no estuvo exento de una intriga y una curiosidad mutuas, aun a pesar de la distancia física, lingüística y cultural. Y es fácil también percatarse de cuán ilusoria era la imagen que Woolf se hacía de “Okampo”: la veía como una millonaria misteriosa y extravagante (“qué hay detrás, no lo sé”, le confesaba a Vita Sackville West), proveniente de unas tierras lejanas, casi fantásticas, pobladas de mariposas y ganado salvaje y flores plateadas. Por supuesto, Ocampo lo sabía: ni la otra se lo oculta, ni ella la corrige. Media entre ellas el abismo difícilmente salvable del imaginario colonial, y Ocampo sabe bien —como escribe en el ensayo de 1954 que acompaña aquí la correspondencia— que quizás ella no haya sido, para Woolf (“la cosa más valiosa de Londres”), nada más que un “fantasma sonriente”.
Con todo, lo imaginario y lo fantasioso —las mariposas de Woolf, la admiración de Ocampo— no son los únicos protagonistas del intercambio. Aparecen también preocupaciones literarias comunes a ambas, sobre las que Ocampo vuelve en el ensayo, como la cuestión de la mujer y la escritura autobiográfica o la relación entre el escritor (la escritora) y sus obras. Y se dejan sentir más de una vez la incertidumbre y la oscuridad de la guerra. Pueden incluso rastrearse momentos cruciales del trabajo de ambas en cuanto agentes culturales, como la primera traducción al español de Un cuarto propio.
El mundo ha cambiado mucho desde estas cartas: las formas de producción y circulación de los textos, el trabajo literario y editorial, los medios y hasta los modos de relacionarnos son inmensamente diferentes. Aun así, muchas de las preguntas y preocupaciones que movían a estas dos mujeres a escribir, y a escribirse, conservan plena vigencia.
Victoria Ocampo y Virginia Woolf, Correspondencia, edición y prólogo de Manuela Barral, traducción de Virginia Higa y Juan Javier Negri, Sur/Rara Avis, 2020, 160 págs.
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