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El presente

Ana Basualdo

LITERATURA ARGENTINA

En la entrevista que cierra El presente, Ana Basualdo ubica la contención entre los atributos vitales para escribir crónica. Contención en un sentido vasto: derogación de las opiniones personales, invisibilización del yo, ajuste del oído para captar las inflexiones sin despeñarse en manierismos costumbristas o idiosincráticos. No se trata de recrear la realidad, de volverla palabra ni mucho menos poesía, sino de indagarla con toda la verdad de los cinco sentidos. Si acaso un significado asoma detrás de los acontecimientos, bastará con mostrarlo tal cual es. O tal cual fue descubierto, porque de eso se trata.

El resultado es una exhibición de periodismo hondo y clarividente, uno que quizás ya no exista. Hace tiempo que la crónica se ganó un lugar de privilegio en las mesas de las librerías, pero la de Basualdo tiene poco que ver con ella. Aunque se sabe que no hay prosa sin montaje, sin un pulso individual que la guíe, los textos de El presente dialogan entre sí a partir de los personajes que retratan. Muchos de ellos están mutando —Leonardo Favio en la víspera de Juan Moreira, a punto de soltarle la rienda a su cine— o ya mutaron del todo —Ada Falcón en la sierra cordobesa, instalada desde hace años en su éxtasis de clausura—. Otros son mitos en busca de una reencarnación inminente o lejana, interludio o purgatorio del que la autora da cuenta a través de datos y descripciones. En su tríptico peronista —completado por una semblanza fantasmagórica de Eva y una investigación sobre la secta Anael, pata esotérica de la Triple A—, al narrar las supuestas dificultades inmobiliarias del General en su vuelta al país, Basualdo libera metáforas que en realidad el texto no concede. Hay un inventario de ruinas, un recorrido cronológico por los sucesos que hicieron de la quinta de San Vicente una casa de retiro para sordomudos, pero nada más. La crónica ya hundió su aguijón oblicuo: que ahora el lector se las apañe.

El libro está dividido en dos secciones, “Buenos Aires” y “Barcelona” —la ciudad donde Basualdo nació y la que la recibió tras su exilio en 1975—, aunque los contenidos parecen ordenados más por la biografía profesional de la autora que por una disposición geográfica. En la primera parte se acopian trabajos realizados para Panorama, la revista legendaria que dirigía Tomás Eloy Martínez y que dinamitaron Isabel y López Rega, mientras que la segunda recoge artículos publicados en La Vanguardia y La Maleta de Portbou, un prólogo y algún inédito.

En esta segunda parte, donde abundan paisajes de barrios en transformación y cafés que son abrigaderos de nacionalidades a la deriva, la Argentina resiste imantada al fondo de la prosa. Sobrevuela la perplejidad que emerge con la museística del horror de los setenta. Hay radiografías de escritores —Bioy, Cortázar, Lihn, Di Benedetto— y una apreciación coral del periodista desaparecido Enrique Raab, al que Basualdo despide con el epíteto que Faulkner dedicó a Thomas Wolfe. Con este texto nace una de las líneas más poderosas del conjunto, una disección de la responsabilidad periodística que obliga a Basualdo a suspender una de sus reglas de oro: mientras estudia la tragedia de Amy Winehouse, se permite por única vez el uso de la primera persona del singular para dar respuesta a por qué, y sobre todo a cómo, una prensa tardía y baladí, sumisa a los espasmos de la máquina capitalista, destroza lo que supuestamente viene a glorificar.

Autora también de un aplaudido libro de cuentos —Oldsmobile 1962, recobrado por Ricardo Piglia en su Serie del Recienvenido— con el que inició y concluyó su sondeo de la literatura ortodoxa, un atractivo de segundo orden para quien siempre tuvo las manos caladas en otra tinta, Ana Basualdo presentifica en un solo volumen toda una ética del ver y escuchar, dos actos que la transparentan tanto como la definen.

 

Ana Basualdo, El presente. Crónicas, Sigilo, 2020, 256 págs.

 

Imagen: Reconstrucción del retrato de Pablo Míguez, de Claudia Fontes, Parque de la Memoria, Buenos Aires.

24 Sep, 2020
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