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Jacques Rancière contribuye a alimentar la grata sospecha de que desde el último tercio del siglo XX logra florecer, silencioso y laborioso, un género de alta hermenéutica. Reconocible a partir de sus renuncias, depone ambiciones metodológicas en favor de una celosa solidaridad con la cosa estudiada, así como se abstiene de la urgencia por servir al presente, cualquiera sea este.
En este libro ofrece una reflexión sobre la Historia a partir y a través de su figuración, particularmente en tres formas artísticas: la pintura de historia, la pintura de género y el cine documental. Una metahistoria a partir de las imágenes. Complementaria, en el campo de la estética, del derrotero del concepto “historia” que Reinhart Koselleck rastreara en Futuro pasado (1979).
Son reconocibles dos grupos de tesis descriptivas, desarrolladas con erudición exuberante: el primero pasa revista a diversas “poéticas”, diversos regímenes de figuración propios de cada forma considerada. Entre ellos encontramos la magnitud ejemplar en la pintura de historia, la disposición expresiva de los cuerpos en la pintura de género y el amalgamamiento de ambos en las vanguardias y en el cine documental. El segundo grupo introduce un inventario sucinto de los diversos sentidos del concepto “historia” que se ponen de relieve bajo aquellos modos de figuración.
Entrelazada con esta reflexión contemplativa subyace una vigorosa tesis polémica, impugnando una de las escatologías surgidas a la zaga de los horrores de la segunda (pos)guerra: aquella del final, no ya de la historia, sino de su representabilidad. La figuración de la historia no es una frivolidad, sino una exigencia que se confronta con su negación.
Entre los planos del afán teórico no falta la silueta de un canon: cuando se habla de cine documental, los cineastas son Jean-Luc Godard, Manoel de Oliveira, Chris Marker. Y entre el vasto anecdotario veremos retornar un elenco de hitos que cierta predilección francesa ha elevado a metonimias de la Historia misma: la Revolución soviética, la Resistencia, la Shoá, el conflicto palestino-israelí.
Como efecto de conjunto, la obra perfila una engañosa “neutralización” axiológica de la historia, paradójicamente acompañada por un cultivo del sentimiento moral ilustrado. La neutralización del valor de los acontecimientos, las acciones y los agentes resalta la cualidad moral de su mera posición en el tiempo histórico; su pertenecer a una latencia compartida, que los hace dignos de respeto. Un respeto por lo “sido” que revierte el resentimiento por el “fue”, aquel que Nietzsche diagnosticara un siglo atrás y que todavía se designa en la introducción como el pathos de la época. El resultado es una terapéutica de la memoria, que sin renunciar al humanismo se libera de la sutura a la justicia.
Jacques Rancière, Figuras de la historia, traducción de Cecilia González, Eterna Cadencia, 2013, 88 págs.
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