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Si la escritura conjuga dolor y placer en un solo acto, la conversación implica una comunión descarnada y sostenida con el mundo, un diálogo no sólo con un otro sino con uno mismo. J.G. Ballard (1930-2009) lo sabía y practicaba este deporte de la palabra con avidez, no tanto como una oportunidad para exorcizar sus demonios sino para lograr dar caza a la gran Moby Dick de su pensamiento, aquella idea que elude ser evocada y escapa de la conciencia.
En las ocho décadas que vivió en la nave espacial Tierra –“el único planeta alienígena”, como la definió–, el inclasificable Ballard, además de transformar alrededor de un millón cien mil palabras en novelas y quinientas mil en historias breves, concedió innumerables entrevistas, algunas todavía por ser descubiertas por los arqueólogos ballardistas y otras encapsuladas en libros mágicos como Extreme Metaphors (2012) –inédito en Argentina– y el reciente Para una autopsia de la vida cotidiana, que logran lo que ningún pastor brasilero o pai umbanda consiguió hasta el momento: volver a un muerto –en este caso, el autor de Crash (1973), El imperio del sol (1984) y Noches de cocaína (1996), entre otros– a la vida.
Con la guía introductoria de una autoridad en el tema como Pablo Capanna, las conversaciones reunidas en esta compilación de la editorial Caja Negra desnudan los fantasmas internos de un hombre más preocupado por las esquirlas psicológicas provocadas por las nuevas tecnologías y la sobrecarga mediática que por los extraterrestres y demás lugares comunes de un gremio –el de la ciencia ficción de futuro lejano y espacio exterior– del que nunca se sintió parte.
Los diálogos que Ballard mantiene en este libro (toda entrevista, no importa hace cuánto haya sido publicada, siempre es letra viva, presente) echan luz tanto sobre la artesanía de su escritura como sobre sus obsesiones: su admiración por William S. Burroughs y por surrealistas como Ernst, Dalí y De Chirico, su fascinación por los choques de autos –imbricación entre lo erótico y lo tecnológico– y su amor por las autopistas, los shoppings y los suburbios –como Shepperton, su lugar en el mundo– donde, aseguraba, se vislumbra el futuro. “Lo que hago es ensamblar los materiales de una autopsia y trato la realidad que todos habitamos como si fuese un cadáver –revela Ballard–. Estoy interesado en el desmantelamiento del asfixiante dispositivo de convenciones que llamamos realidad. Mi obra está colmada de escombros de mitologías terminales, de piscinas vacías, hoteles abandonados, basura tecnológica, silencio y desiertos”.
En una suerte de remix de los temas que se filtran en sus novelas psicológicas (la aniquilación del alma, la muerte del futuro, los desplazamientos de la imaginación, los miedos que acechan en el fondo de la mente), cada una de estas conversaciones aporta una clave de lectura para ingresar en su obra y, a la vez, extiende la galaxia ballardiana, al funcionar como un laboratorio donde el autor forja nuevas ideas y establece conexiones sobre una realidad siempre más extraña que la ficción.
J.G. Ballard, Para una autopsia de la vida cotidiana: conversaciones, traducción de Walter Cassara, Caja Negra, 2013, 192 págs.
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