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Una creencia popular (que la lingüística desmiente) dice que el inuit, la lengua de los esquimales, tiene cincuenta palabras para nombrar la nieve. El escritor norteamericano Alexander Theroux, dueño de una erudición y una vocación por el conocimiento que lo hermana con los pensadores de la Grecia clásica, despliega en este trabajo una mirada abierta a la infinita riqueza de un mundo frente al cual parecieran no alcanzar las palabras para describirlo.
Partiendo de la idea de que la noción de belleza está en el ojo del que mira, aborda una historia de los colores primarios, no como un relato cronológico, sino como el espacio donde descubrir analogías, como las que encuentra en los textos de Borges, con las que arma el vastísimo mapa conceptual del azul, el amarillo y el rojo, los primeros colores con que la humanidad visualiza el mundo.
Hay algo de coleccionista en el armado de las series: comidas, ropas, flores, frutas, animales, símbolos, banderas o pintores nos hablan de una idea del conocimiento como una experiencia zen, para la cual la antropología, la estética, la historia o la ciencia serán caminos hacia la felicidad.
Todos tenemos ideas más o menos intuitivas acerca del significado de los colores. Theroux las lleva al límite y nos convoca a un viaje hipnótico por la cultura humana. Comienza por el menos primario de los colores, el azul –una palabra que no existe en las lenguas primitivas–, que describe como noble y distante; fantasmagórico y crudo. Es el color de la muerte, de lo maravilloso y, por esa cosa de la ambivalencia de los signos, el de los principales movimientos culturales del siglo XX, como el “Jinete Azul” o el blues.
Del amarillo, el primer color que prefieren los infantes, sabremos que es tanto el color de la cobardía, los celos, la traición, la ambición (todo el campo semántico de la precaución) como el de la luz solar y de la alegría despreocupada y juvenil. Algo de la risa perturbadora de los personajes de Los Simpson se halla en este color, así como la atracción que desde el Renacimiento produce el cabello dorado de las mujeres y que lleva a Theroux a preguntarse si es por asociación con lo que refulge o con la prostitución, con aquello que las rubias invitarían a que se les haga.
El rojo, el primer color designado en todas las lenguas primitivas, que se encuentra en los pigmentos minerales con que los hombres pintaron sus primeras figuras en las cuevas, es el color de la lucha por la vida en todas sus formas, de la sangre y de las guerras, de la idea de libertad que se expresa en algunas banderas o de la agresividad dominante de la insignia nazi, y que señala, como a Caperucita, a quien lo porta. Los escritores, como los pintores, también tienen su paleta. Homero, Shakespeare, Dickinson, o Poe y su horror macabro son, para este autor, escritores del rojo.
La solemnidad del azul, la perturbación del amarillo y la violencia del rojo, más que de símbolos, nos hablan de la forma en que los colores nos habitan; tema, en definitiva, de este trabajo que subvierte los límites de la palabra “ensayo”.
Alexander Theroux, Los colores primarios. Tres ensayos, traducción de Ariel Dilon, La Bestia Equilátera, 2013, 288 págs.
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