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Profeta del genocidio

Lucas Bilbao / Ariel Lede

TEORÍA Y ENSAYO

Si los hubiesen quemado, tal como él había pedido antes de su muerte, el humo de los diarios que el obispo Victorio Bonamín escribió durante 1975 y 1976 —cuando, en su rol de provicario castrense, se ocupó de difundir una “moral de la lucha antisubversiva” entre secuestradores, torturadores y asesinos— de seguro le habría pegado un cáncer de pulmón a más de uno entre las huestes celestiales de San Pedro. Por fortuna, el albacea de los manuscritos desoyó su última voluntad, y hoy los diarios de monseñor Bonamín —en lugar de haberse elevado, cual incienso ponzoñoso, en dirección al Paraíso— ven la luz por primera vez gracias al esmerado trabajo de dos jóvenes investigadores, Lucas Bilbao y Ariel Lede.

Con prólogo de Horacio Verbitsky y presentación de José Pablo Martín, un laico que fue amigo y confidente de Bonamín durante treinta años —y cuyo testimonio, lejos de exaltar su figura, aporta una visión íntima de este monstruo de casulla y crucifijo—, Profeta del genocidio es un libro esencial para entender los vínculos non sanctos entre Iglesia y Estado en la Argentina, si se tiene en cuenta que su protagonista fue uno de los principales cómplices eclesiásticos de la última dictadura. Si bien Bonamín ofició como obispo auxiliar de Antonio Caggiano y Adolfo Tortolo, sucesivos vicarios castrenses entre 1959 y 1982, y se quedó con las ganas de ocupar ese cargo, la influencia que ejerció en sus más de veinte años de labor pastoral en las Fuerzas Armadas no debe subestimarse. En sus diarios, cuya transcripción completa ocupa la segunda mitad del volumen, Bonamín da cuenta de la debacle en curso luego de la muerte de Perón, de la crisis económica, de las internas militares y la efervescencia política y sindical, contando los días hasta que se produjera el golpe. De lectura soporífera, dado el escaso talento narrativo de este salesiano de alma negra, los diarios adquieren su verdadero sentido en el pormenorizado análisis que hacen Lede y Bilbao, quienes los presentan como una prueba del estrecho vínculo entre la cúpula eclesiástica y el gobierno de facto, desmintiendo la creencia de que el Vicariato castrense habría funcionado como una “iglesia paralela” durante la dictadura, o de que la responsabilidad habría sido de unos pocos capellanes.

El prontuario que se expone de Bonamín es inapelable. Ya en agosto de 1975, como reacción al asesinato del coronel Argentino del Valle, reclamaba en una homilía un “alzamiento” de los militares. Ese mismo año enviaba a Tucumán a más de cuarenta sacerdotes con la misión de ofrecerles “apoyo moral” a los oficiales que abrirían allí los primeros centros clandestinos de detención, una vez que el gobierno de Isabel Martínez de Perón puso en marcha el “Operativo Independencia”, inicio formal del terrorismo de Estado. Bendiciendo sables al son del integrismo católico, Bonamín justificaba en privado el accionar del Ejército diciendo que si la pena de muerte estaba contemplada en el código militar, con mayor razón debía admitirse la tortura. Y en su afán por “aunar criterios” entre los capellanes para no imponer escrúpulos a los combatientes, hasta debió de darle letra al sacerdote que le dijo al capitán Adolfo Scilingo, afligido tras pilotar su primer vuelo sobre el Río de la Plata, que aquella “era una muerte cristiana porque no sufrían, porque no era traumática”. No en vano, Bonamín era por aquellos años adlátere de monseñor Tortolo, quien no estaba de acuerdo con el uso de la picana eléctrica —según cuenta por ahí Adolfo Pérez Esquivel— por el “desperdicio de electricidad” que generaba.

 

Lucas Bilbao y Ariel Lede, Profeta del genocidio. El Vicariato castrense y los diarios del obispo Bonamín en la última dictadura, Sudamericana, 2016, 496 págs.

 

2 Jun, 2016
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