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Algunos años atrás, un estudio publicado en la revista Science concluyó que un alto porcentaje de sujetos prefería darse una descarga eléctrica a permanecer diez minutos en silencio sin realizar ninguna tarea. El psicólogo a cargo del experimento no atribuía tales resultados a la sobrecarga cognitiva que suponen los avances tecnológicos y la aceleración del ritmo de vida, sino a una particularidad inherente al humano: la dificultad para lidiar con uno mismo cuando todo alrededor calla. En parte, de eso trata Silencio, ameno ensayo que sobrevuela en breves capítulos distintas facetas del tema. Porque el silencio no es sólo un fenómeno de índole acústica, también representa una medida de nuestras limitaciones, “la plegaria”, dice Biguenet, “que dirigimos a lo inefable”. Silencio es apenas uno de los nombres que damos a una conjetura, y es que el silencio total no existe, como lo sabe quien ingresa a una cámara anecoica, donde aunque no haya estímulos sonoros externos se amplifican aquellos que emite el propio cuerpo. En este punto, Biguenet ―beckettiano aunque prefiera citar a Harold Pinter― concibe la búsqueda del silencio como una huida de sí.
En un terreno menos abstruso, el silencio no deja de ser una commodity. Silencio pasa revista al usufructo que las aerolíneas hacen de las zonas libres de ruido en aeropuertos o vuelos: “segregar el ruido del silencio es una manera de segregar entre clase y clase”. Basta pensar en el contraste que existe entre las lujosas residencias apartadas y las apiñadas, ruidosas, casas de barrios populares para convenir con el ensayista estadounidense en que “el ruido es una aflicción de los pobres”. Uno de los apartados más interesantes del libro se refiere al modo en que las artes, la música y la literatura representan el silencio. Una página en negro del Tristram Shandy, una pintura suprematista de Malévich, un poema de Keats y la referencia previsible a 4’33’’, la pieza de John Cage, permiten así dar cuenta de la integración del silencio (como pausa respiratoria o ausencia figurativa) en los distintos lenguajes. Otro punto álgido es la lectura silenciosa. Tomando la célebre anécdota que relata San Agustín al inicio de sus Confesiones ―vale decir, la extrañeza que le provoca su maestro leyendo en silencio― y que inaugura, al menos retroactivamente, el pasaje de la lectura pública a la privada, Biguenet sugiere que dicho pasaje se da a condición de interiorizar la voz propia como ajena. Así lo demostraría la evidencia neurocientífica: “el cerebro interpreta la lectura ‘silenciosa’ como un fenómeno auditivo”, cita. Porque si la lectura es un “silenciar intermitente del yo”, lo es en la medida en que puede ser el receptáculo de un tercero.
El genocidio, la censura, el secreto y el olvido son otros rostros, acaso más oscuros, que adopta el silencio en sus vínculos con el poder y su resistencia. Son menciones esperables en el texto. Promediando el volumen, en cambio, el silencio aparece articulado en las conjugaciones de la voz y la mirada: por un lado, en la falta de sonido como condición de posibilidad de la fotografía, que por su naturaleza intrínseca impide “oír su ausencia”; por otro, en aquella voz de la muñeca que en la infancia dichosa supimos oír y que, luego de reprimirla, envuelve su inerte presencia en un hálito ominoso ante nuestra mirada adulta. Tal vez no habría sido inútil convocar la pensatividad de la imagen de Jacques Rancière o los estudios de Michel Chion sobre la audiovisión para espesar un poco el caldo, pero Biguenet se limita a los terrenos transitados por Freud y Barthes. Procura más bien esbozar, sin aspirar a ser tajante. Con anecdotario propio y referencias puntuales, Silencio no pretende agotar su tema, es más bien como una buena conversación, que suscita el deseo, esa rueda eterna que aplaza el instante de callar.
John Biguenet, Silencio, traducción de Matías Battistón, Godot, 2021, 128 págs.
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