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Los éxitos de verano se demuelen a sí mismos a fuerza de reproducciones, se gastan. Los poemas de este libro buscan ese tiempo, ese ambiente, ese clima que propone menos obligaciones, reflexiones sin mayores compromisos, y se constituyen a partir de un estado de la lengua que tiene las condiciones de los hits estivales; de manera deliberada, se busca una consistencia gastada del lenguaje. Esa materia prima nos obliga a sumergirnos en una cotidianeidad que parece intrascendente; se vuelve necesaria una liviandad de aproximaciones para contar historias sin rumbo. Las relaciones se ordenan en torno a tópicos aparentemente triviales, en un repertorio de alocuciones trilladas, pero siempre asentados en cuestiones basales como la necesidad o la subsistencia; aparece y reaparece la comida, que necesariamente tiene que ser barata, porque en ese plan la condición de las cosas se mide a partir de su precio.
En ese magma se construyen situaciones donde se repiten preocupaciones tangibles, con el dinero como eje: las formas de obtenerlo, de conservarlo o de perderlo (un tachero que saca la cuenta del uso que le dará a la propina que le dejan los turistas japoneses, los Casolatti que perdieron las propiedades y el negocio del padre, la indignación por el fracaso con la heladería Frahel –“un local bien puesto, precios buenos”–, el sueldo de visitador médico de Rubén que se deprecia, ese barrio que “se encareció mucho / con los radicales”). Es material que se acumula, pero también se gasta; se desperdicia el soporte billete, se derrocha el capital ganado o acumulado y, en vínculo casi natural, se asocia al engaño y la trampa (“cuando lo conocés te caga / es así, no es malo / te tiene que cagar, si no no sería el tano”), pero también a la precariedad del trabajo (“te vamos a hacer de planta”). El resultado es una suerte de fisiología de los sectores medios –cómo se mantienen, se sustentan, se alimentan–, con personajes agotados en un recorrido que aparece siempre individual, sin visos colectivos.
Lo Coco indaga en un material de movimiento permanente, en una jerga sometida a un tratamiento abrasivo: lo que encuentra es una lengua esmerilada, esa que en apariencia sólo puede transitar por formas utilitarias, por el llano de lo estrictamente comunicable; con ese habla mínima se atraca a los temas menores, pobres, y busca deliberadamente los abordajes enfatizando sus aspectos triviales; así, con esas hablas limadas, se ensamblan los personajes.Son registros del idioma tramado en lo cotidiano y en la amistad; se escribe como ejercitación y adiestramiento de las relaciones, esa lengua gastada es juntura; es la que amalgama la situación de los amigos que aparecen perdidos en la nada.
La voz del poeta se disgrega: ¿quién, quiénes, cuántos hablan? Es un conjunto que no alcanza a conformar un nosotros, individuos que muchas veces danzan en un horizonte incierto, con la anonimia del dinero que pasa de mano en mano; hablan en el uso anónimo de las palabras gastadas de la comunidad, las de esa dicción –casi una respiración– conurbana, desconocidos de siempre que hacen guita en la dimensión mínima del día a día, anónimos como esos éxitos del verano que ya no sabemos a quién pertenecen, en una lengua de subsistencia que conforma una eficaz estética de manutención, productora de un mundo consistente en las inconsistencias de lo cotidiano.
Mauro Lo Coco, 18 éxitos para el verano, Zindo & Gafuri, 2012, 140 págs.
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